«La grandeza de la vida de Menéndez y Pelayo fue precisamente el convertir su trabajo, sus libros, en su único amor. No estoy de acuerdo con los que dicen que don Marcelino es su obra, y que las anécdotas de su vida apenas tienen significación ni valor. […] Los biógrafos hablan de los largos años de meditación del maestro […] Pero, en esas horas, ¿qué pasaba en su alma? Estudiaba, meditaba, sí. Pero ¿cuáles fueron sus tentaciones, y sus luchas pera vencerlas, y sus ambiciones frustradas; cuáles fueron las voluntarias amputaciones que hizo de muchas rosas fragantes del inmenso jardín de su corazón?».
Son palabras de
Gregorio Marañón meditando sobre su maestro (
Tiempo viejo y tiempo nuevo).
Marcelino Menéndez Pelayo, maestro de maestros. El hombre cuya ciencia fue asombrosa y cuyas exageraciones científicas merecen nuestros perdones. Aquellos defectos de la obra son fruto de la pasión de la persona, pasión que incendió el corazón de sus discípulos e hizo de la segunda mitad del XIX el segundo siglo de oro español. No tendríamos a la Generación del 98 sin
el sello de Menéndez Pelayo.
Hay que mirar a la persona detrás de la obra pues, como dice Marañón, en la persona se ve mejor el dedo de la Divinidad creadora de la que brota luego la obra. Cuando uno escoge un gran libro, entra en un nuevo mundo. Detrás de ese nuevo mundo está el genio creador. Detrás de ese genio creador, está el mundo que lo vio nacer. Detrás de ese mundo, están otros genios creadores. Detrás de esos genios creadores hay otro mundo. Y así, en un juego de mundos y creadores que un Borges matemático y escéptico haría llegar al infinito, y en el que un confiado campesino intuye que ha de haber un primer Libro, y un primer Creador.