Autorretrato de Diego Rodríguez de Silva y Velázquez, 1656. |
La idea de que cada persona es única no era para mí nueva. Pero yo creía que cada persona estaba llamada a ser algo, a cumplir una cosa que se llama vocación y creo que esta idea está bastante extendida, porque habitualmente la palabra vocación se identifica con profesiones o actividades genéricas.
Es claro que en un sentido importante hay vocaciones genéricas, incluso naturales. Todos estamos llamados a «ser hijos», aunque algunos no parezcan saberlo, o aunque a menudo no nos comportemos como tales. Y como toda vocación en sentido fuerte, «ser hijo» no es algo que se elige, sino que, literalmente, nos lo encontramos. Y quizá estamos llamados también a ser hermanos, padres, madres… y eso es algo que, con independencia de que lo queramos o no, también nos lo encontramos. Suele hablarse además de la vocación del sacerdote, del médico, del militar, del maestro… Son de nuevo vocaciones naturales, en el sentido de que son necesarias para la existencia y perpetuación de cualquier sociedad humana.
Pero todas estas vocaciones, y tantas otras profesiones a las que llamamos también vocacionales, tienen unas formas históricas y sociales bastante precisas, vigentes, en las que parece que, mejor o peor, debemos encajar la singularísima personalidad de cada uno. Por eso la vocación parece una cosa que hacer, un dictado que copiar de alguien que previamente nos lo ha escrito.