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Homo faber, Max Frisch, 1957. |
Walter Faber era un ingeniero, un técnico de la Unesco, que un día empezó a darse cuenta de que su vida, sencillamente, funcionaba. Al principio no era consciente de lo que le pasaba. Hubiera sido incapaz de formularlo así, pero, sin duda, algo iba mal, y lo que le ocurrió en el aeropuerto encerraba una metáfora perfecta de su situación.
Estaba en el
duty free, esperando su transbordo. Se dio cuenta de que no quería seguir viajando, no quería ir al destino final marcado en su billete. Era una impresión irracional, pero se sintió agobiado y dirigido. Decidió no subir al avión. Fue a un bar. «Plane is ready for departure», escuchó, pero hizo oídos sordos. Su retraso era tan notable que la megafonía empezó a llamarlo por su nombre. «Your attention, please… Passenger Faber, Passenger Faber».
Aunque era evidente que ninguno de los presentes en el bar sabía que él era Faber, se sintió incómodo y fue a esconderse en el cuarto de baño. La llamada continuó insistentemente. Le martilleaba. Le mareaba. Llegó a tener un ataque de pánico y casi pierde el conocimiento. Después de un rato largo, el megáfono dejó de sonar. Algo de paz. Regresó a la barra del bar. Al poco, apareció una azafata: «There you are!. We’re late, Mister Faber, we’re late». El pobre Faber sólo pudo decir: «I’m sorry». Encogió los hombros y subió al avión.
La tecnología, la seguridad, los transportes… esas cosas que para él habían sido hasta entonces su fe, su vocación, su destino, su trabajo, su vida… le atrapaban y dirigían sin que él fuera capaz de controlar la situación. Hemos confiado tanto en las máquinas y los procesos para no tener que confiar en el hombre y ahora, cuando el hombre trata de ser humano, de ser él mismo, queda automáticamente fuera del sistema y juzgado como irracional.