Re-conocer es re-descubrir y re-descubrir es de las experiencias humanas más gratificantes que tenemos desde pequeños. Hay algo entre mágico y desconcertante en la capacidad que adquirimos para
prever lo que va a pasar en un relato o cuento ya conocido. Hay algo sorprendente en el hecho de
descubrir cosas
nuevas en lo que ya dominamos como archisabido. Hoy caí en la cuenta de que «reconocer» es un palíndromo. Es decir, que se lee igualmente de izquierda a derecha que de derecha a izquierda. Me viene muy bien, porque me sirve para ilustrar cómo, al reconocer una realidad, el movimiento siempre es doble: de la realidad hacia nosotros y de nosotros hacia la realidad.
Hoy reconocí algo que estudié en su día; y recordé lo bien que lo pasamos varios compañeros de clase tratando de superar el modelo: «El veloz murciélago hindú comía feliz cardillo y kiwi. La cigüeña tocaba el saxofón detrás del palenque de paja». Ambas frases conforman un pangrama, es decir, un texto que usa todas las letras del alfabeto con el menor número de repeticiones posibles. Se usan mucho en edición digital, para poder comprobar de un vistazo una tipografía de letras completa. La brevedad y plasticidad de ese pangrama nos subyugaron. Mis compañeros y yo no logramos superarlo; pero nuestras tentativas nos inspiraron varios relatos y llenaron de carcajadas, tensión y sana competencia creativa muchas horas muertas.
Hay otra forma de reconocimiento que no tiene que ver con las cosas, sino con las personas, y que uno no puede hacerse a sí mismo. Es muy difícil que seamos capaces de reconocernos como valiosos para otras personas; o que seamos capaces de reconocer el valor que les aportamos. O nos lo muestran, o nos lo
reconocen, o siempre nos quedará la duda. Esa es
la lección del relato sufí sobre el anillo del talento. Y hay pocas experiencias más duras que las de creer que no servimos para nada, que podemos borrarnos y nada se perdería (quizá, incluso, que todo sería mejor para todos sin nosotros).