sábado, 24 de agosto de 2013

El anillo del talento

Sema, danza-meditación sufí de los derviches turcos. 
Foto tomada del Espacio Ronda.
Alberto Sánchez-Bayo recoge en su Arqueología del talento / En busca de los tesoros personales (ESIC Editorial, Madrid, 2007, 2010) un relato sufí que quiero compartir contigo:

Un joven acude apenado a un maestro: “Vengo, maestro, porque me siento tan poca cosa que no tengo fuerzas para nada. Me dicen que no sirvo, que no hago nada bien, que soy torpe y bastante tonto”. El maestro, lejos de consolarle, le da su anillo y le pide que acuda al mercado para venderlo, pero que no acepte por él menos de una moneda de oro. El joven, por un lado, se siente contrariado, porque el maestro también le ha ignorado. Por otro, como quiere agradarle, trata de cumplir su cometido. Una vez en el mercado, no consigue que nadie pague una moneda de oro, por lo que regresa abatido junto al maestro y le cuenta lo sucedido: “No conseguí engañar a nadie sobre el verdadero valor del anillo, nadie va a pagar una moneda de oro”. El maestro le dijo: “Debemos saber el verdadero valor del anillo”. Entonces le mandó a un tasador de joyas con la orden de no venderlo le ofreciera el joyero lo que le ofreciera. “Dile al maestro, muchacho –respondió el joyero después de examinar el anillo- que si lo quiere vender ahora mismo, no podía darle más de 58 monedas de oro… aunque, con el tiempo, quizá podría ofrecerle 70…”

Como todo relato sufí, su lectura ofrece reflexiones diversas y en múltiples niveles. Hoy me interesa una especialmente dialógica: todos guardamos un valor inconmensurable dentro de nosotros. Todos tenemos dones y talentos personales que nos hacen únicos e irrepetibles. Pero este valor no aparece con claridad a los ojos de todo el mundo y, si los demás no lo ven en nosotros, lo habitual es que este talento se marchite, se cierre sobre sí mismo, se esconda… lo que nos puede llevar a pensar que apenas valemos nada. En primer lugar, porque a nosotros nos es difícil reconocer nuestros talentos si nadie nos los indica. Son tan nuestros, que no nos parecen nada del otro mundo. En segundo lugar, porque los talentos y dones sólo crecen cuando se comparten, cuando los ofrecemos y son recibidos y acogidos por otros.

Para que nuestros talentos crezcan en nosotros mismos es necesario que otros los reconozcan y nos dejen ponerlos en juego. Si un día hablamos de la necesidad de rodearse de los mejores (porque nos contagian su grandeza) hoy recordamos que debemos rodearnos de los que nos hacen mejores: aquellos capaces de reconocer, acoger y potenciar nuestros talentos y capacidades, porque los dones y talentos personales son semillas que necesitan un terreno fértil más allá de nosotros mismos y cuyo rostro podemos reconocer en innumerables otros. Pocas personas sabrán reconocer tus talentos. Encontrar quien los descubra en ti es un regalazo fundamental para toda la vida.

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Este artículo, ahora revisado e incorporado a la serie #Crear en uno mismo, apareció publicado por vez primera en LaSemana.es.

jueves, 22 de agosto de 2013

Las leyes de la simplicidad

Piet MondrianComposición con plano rojo grande, 
amarillo, negro, gris y azul, 1921.
La vida actual es tan compleja que apenas comprendemos el funcionamiento de los objetos que usamos a diario. ¿Quién de nosotros sabría fabricar un móvil? ¿Quién es plenamente consciente de lo que significa descargarse una aplicación o subir determinados contenidos a una red social? A pesar de esas lagunas, nos beneficiamos a diario de móviles, aplicaciones y redes sociales. No comprendemos buena parte de lo que eso implica, pero confiamos en otros y en la tecnología y, gracias a esa confianza, logramos resultados impensables hace algunos años.

En este panorama valoramos la simplicidad más que nunca. Preferimos a las personas que pueden explicarnos algo que la explicación en sí. Preferimos que otros hagan las cosas por nosotros -con el riesgo que eso conlleva- que enfrentarnos a tener que hacerlas por nosotros mismos. Preferimos tener menos objetos, siempre que uno de esos objetos cumpla las funciones de media docena de los objetos anteriores. Identificamos simplificar con reducir, organizar, ahorrar tiempo y esfuerzos y confiar en otros.

martes, 20 de agosto de 2013

Rodéate de los mejores

¿En qué sentido Ocean buscó a los mejores para hacer el trabajo?
Imagen promocional de Ocean's Eleven (Steven Soderbergh, 2001)
Creo que la primera vez que escuché este consejo fue en boca de Aristóteles y, sin duda, es un adagio habitual entre los clásicos romanos, como Séneca. En el fondo, el «a hombros de gigantes» de Bernardo de Chartres no deja de ser una variante académica de este «rodéate de los mejores».

Steve Jobs solía decir que no tenía ningún reparo en apropiarse las ideas de otros si al hacerlo se mejoraba a sí mismo o mejoraba sus productos. Ya comenté en LaSemana.es la influencia que en Jobs –y en los actuales diseños de Apple- tuvo la arquitectura de Frank Lloyd Wright popularizada por Joseph Eichler. Hoy todos disfrutamos de ese contagio entre genios.

domingo, 18 de agosto de 2013

Master and Commander: armonizar la ilusión con la experiencia

El capitán y el médico son tan distintos que sólo logran armonizarse interpretando a Boccherini. El joven guardiamarina Blakeney (Max Pirkis), encarna la esperanza de aunar en un solo líder los rasgos de los dos protagonistas.

Una de las virtudes que más me atrae es la diligencia. No tiene demasiada fama y, sin embargo, es una de las siete virtudes que la Iglesia católica opone a los pecados capitales, así que debe de ser importante. En concreto, la diligencia se opone a la pereza. Viene del latín diligere, y puede traducirse por amor o, más precisamente, por el esmero y el cuidado en ejecutar algo. Solemos decir que una persona diligente actúa prontamente, lo cual es cierto, si con ello no queremos decir que actúa demasiado rápido. La persona diligente actúa con el ritmo preciso que requiere cada realización concreta.

viernes, 16 de agosto de 2013

Somos enanos encaramados a hombros de gigantes

Laberinto de la Catedral de Chartres
Canciller de la catedral de Chartres a principios del siglo XII, ejerció allí su magisterio de Teología y Filosofía. Fue maestro de universidad medieval antes de que existieran las universidades. Hombres de todas partes del continente recorrían los peligrosos caminos de Europa en busca de Bernardo de Chartres, aquel que enseña lo que aprendió de su Maestro: esa Verdad que hace libres (Jn 8, 32). Bernardo gustaba de leer a los clásicos, pues el trato con ellos ilumina nuestra inteligencia y ensancha nuestro corazón. Sintetizaba su pretensión en esta genial frase: «Somos enanos encaramados a hombros de gigantes. De esta manera, vemos más y más lejos que ellos, no porque nuestra vista sea más aguda sino porque ellos nos sostienen en el aire y nos elevan con toda su altura gigantesca».
[«Dicebat Bernardus Carnotensis nos esse quasi nanos, gigantium humeris insidentes, ut possimus plura eis et remotiora videre, non utique proprii visus acumine, aut eminentia corporis, sed quia in altum subvenimur et extollimur magnitudine gigantea», en Melalogicon III, 4, obra de su discípulo Juan de Salisbury].
Semejante afirmación, que no parece ser sino una metáfora, encierra muchas lecciones:
  • Nos revela la humildad intelectual propia de un auténtico maestro: cuando leemos a los clásicos, debemos reconocerles como gigantes y sabernos enanos.
  • Nos invita a dialogar con los grandes, a «escuchar con los ojos a los muertos» (que diría Quevedo), pues si queremos afinar nuestra mente y fortalecer nuestro corazón, no hay mejor modo de hacerlo que arrimarse a quienes tienen una inteligencia fina y un corazón fuerte.
  • Nos enseña el secreto del aprendizaje: antes de juzgar, debemos ver lo que vieron los grandes y, al ver lo que vieron varios de los grandes y sumar su mirada a la nuestra, lograremos ver más y más lejos que ellos.
  • Nos recuerda que todo aprendizaje es fidelidad y diálogo con la tradición: si queremos que cada generación supere en conocimiento a la anterior, tendrá que asumir y situarse a la altura donde llegó la anterior. Si pretendemos rehacer siempre el conocimiento al margen de nuestros mayores, nunca seremos más que enanos.
La frase de Bernardo de Chartres cobró tal fortuna que la repitieron después otros grandes, especialmente físicos como Isaac Newton y Stephen Hawking. Debemos al sociólogo Robert K. Merton una indagación a fondo sobre el tema en su libro A hombros de gigantes (1990).