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Musculatura de brazos y vasos, ilustración tomada
de los cuadernos de Leonardo va Vinci.
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«La más bella y profunda emoción que podemos probar es el sentido del misterio. En él se encuentra la semilla de todo arte y de toda verdadera ciencia. El hombre que ha perdido la facultad de maravillarse es como un hombre muerto, o al menos ciego», escribió Albert Einstein. En este sencillo texto, el genial físico ha sabido vincular la experiencia de maravilla o asombro (
subjetiva) apropiada para penetrar en la dimensión misteriosa (pero
objetiva, aunque esta terminología es engañosa) de la realidad.
Esta capacidad de admirarse es propia del artista y el científico geniales, pero también de todo ser humano que alguna vez fue niño y que no ha matado aquella actitud fundamental que nos abre al mundo como un regalo, una aventura y un misterio. Toda vida creativa, sea de un hombre de fama o de un niño anónimo, es fruto del asombro.
Los filósofos griegos situaban el origen de la sabiduría en una actitud que denominaron
thaumazein. Nosotros solemos traducir esa palabra por
admiración o por
asombro, pero también significa, en algunos contextos,
maravilla e, incluso,
veneración. Todos estos significados vibran en el interior de la expresión griega y todos ellos son, en diversos contextos y sentidos, origen del pensamiento innovador y de una vida creativa. El asombro nos despierta al misterio luminoso de la vida, al dramatismo de la existencia, nos descubre como protagonistas de una aventura arriesgada y retadora, siempre nueva.
Sin asombro, permanecemos encarcelados en el sueño de las sombras, las apariencias y las opiniones (la
doxa), caemos en la rutina, en lo siempre igual, todo nos parece seguro y acabado, evidente, sencillo, neutral… y nada nos
libera de lo ya dado, sabido o hecho. Ponemos el
piloto automático y toda novedad, todo acontecimiento, quedan relegados a un funcionamiento mecánico que asfixia nuestra condición personal. Nosotros mismos podemos volvernos extraños,
extranjeros en nuestra propia casa, trabajo y vida.