Musculatura de brazos y vasos, ilustración tomada
de los cuadernos de Leonardo va Vinci.
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Esta capacidad de admirarse es propia del artista y el científico geniales, pero también de todo ser humano que alguna vez fue niño y que no ha matado aquella actitud fundamental que nos abre al mundo como un regalo, una aventura y un misterio. Toda vida creativa, sea de un hombre de fama o de un niño anónimo, es fruto del asombro.
Los filósofos griegos situaban el origen de la sabiduría en una actitud que denominaron thaumazein. Nosotros solemos traducir esa palabra por admiración o por asombro, pero también significa, en algunos contextos, maravilla e, incluso, veneración. Todos estos significados vibran en el interior de la expresión griega y todos ellos son, en diversos contextos y sentidos, origen del pensamiento innovador y de una vida creativa. El asombro nos despierta al misterio luminoso de la vida, al dramatismo de la existencia, nos descubre como protagonistas de una aventura arriesgada y retadora, siempre nueva.
Sin asombro, permanecemos encarcelados en el sueño de las sombras, las apariencias y las opiniones (la doxa), caemos en la rutina, en lo siempre igual, todo nos parece seguro y acabado, evidente, sencillo, neutral… y nada nos libera de lo ya dado, sabido o hecho. Ponemos el piloto automático y toda novedad, todo acontecimiento, quedan relegados a un funcionamiento mecánico que asfixia nuestra condición personal. Nosotros mismos podemos volvernos extraños, extranjeros en nuestra propia casa, trabajo y vida.