Island on lake Superior, Canadá, por Henry LW. |
El prestigio que hemos adquirido sobre el gobierno de las cosas nos ha llevado a aplicar esas categorías al gobierno de nosotros mismos. Una de las nuevas pobrezas del Occidente contemporáneo es fruto de haber olvidado esta experiencia: que las reglas del juego que rigen la vida personal difieren de las que regulan el mundo de las cosas.
Aviones, autopistas, trenes de alta velocidad. Vías rápidas y medios de transporte. La misma expresión tiene miga: ya no viajamos, sino que nos transportamos. Nuestro cuerpo es una mercancía que conviene llevar de un sitio a otro lo más rápida y cómodamente posible. Alguna vez hemos soñado con una máquina de tele-trasportación. Una máquina que nos lleve de casa al trabajo y de la ciudad a la playa en cuestión de segundos. Es el método idóneo para “ahorrar tiempo”. Porque “tenemos menos tiempo que nunca” y “no podemos permitirnos perder tiempo”. Ahora bien: ¿Qué hacemos con el tiempo ahorrado en transportarnos velozmente de un sitio para otro?
Los medievales definieron al hombre como homo viator. Viajero. Peregrino. Entendían que el hombre es, sobre todo, no ya caminante, sino camino. Pero a los hombres de hoy ya no nos interesa el camino, sino los destinos; de tal forma que llegamos sin haber partido. Cuando el vendedor le dijo al Principito que con sus píldoras para la sed se ahorraría 53 minutos a la semana, el Principito respondió: «Si tuviera 53 minutos para gastar caminaría muy suavemente hacia una fuente…» Nosotros no hemos gastado esos 53 minutos, pero hemos convertido la fuente en píldora, de forma que gastamos esos 53 minutos en ir a otros destinos también convertidos en píldoras contra dolencias que no tendríamos si camináramos suavemente hacia una fuente.