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Ángel Barahona después de una predicación en el desierto, lugar de prueba, silencio y creatividad. Foto: Álvaro Abellán |
Es un tópico afirmar que Aristóteles situaba el
thaumázein (el asombro, la admiración, el maravillarse, lo milagroso…) como principio del filosofar. La confusión llega cuando tratamos de explicar qué significan, para Aristóteles, las palabras
thaumázein y filosofía. Para el griego, a diferencia de lo que muchos de nosotros imaginamos, la filosofía no era un ejercicio de salón, ni de introspección solitaria, sino un diálogo amoroso que comprometía toda su existencia y a cuya luz orientaba su vida personal y su vocación pública.
Dicho de otra forma: cuando Aristóteles sitúa el asombro como principio del filosofar, lo que hace es reconocer una
disposición originaria desde la que construir un proyecto personal cuyo fin último es nuestra realización integral como seres humanos. Quien no vive
en el asombro,
desde el asombro y para el asombro pierde su disposición originaria como ser humano y está en camino de deshumanización.
Cuando pensamos sin asombro, nuestras ideas se tornan falsas muecas de lo real. Cuando juzgamos sin asombro, nos creemos dioses. Cuando actuamos sin asombro, imponemos una voluntad de dominio que impide nuestro encuentro con el mundo y con los otros. En el menos malo de los casos, el hombre sin asombro es un muerto en vida, gobernado por un piloto automático que ya pensó y decidió por él y que dirige su acción sin el menor atisbo de duda, conmoción, agradecimiento o alegría. En el peor de los casos, el hombre sin asombro es, además de un muerto en vida, una vida asesina, en la que su falta de asombro y de sensibilidad daña a quienes lo rodean. G. K. Chesterton lo expresa con su habitual contundencia: “Perecemos por falta de asombro”.