No me resultó fácil entrar personalmente en el tema del fracaso y quise preguntarme por qué. Parte del motivo es que carecía de una definición adecuada del término. Poco a poco me di cuenta de que la conversación oscilaba en dos niveles. Con frecuencia, el tema del fracaso se recubre de experiencias profesionales y de retos personales o, por precisar más, individuales. En ese nivel, el objetivo (la diana) define las reglas del juego: alcanzarlo es tener éxito y no alcanzarlo es fracasar. En ese plano, el fracaso tiene para mí relativamente poco peso existencial, quizá por afortunada biografía personal. Hay siempre un inner game o juego interior en el que, en diálogo atento con la realidad, somos más o menos capaces de ir ajustando objetivos a las posibilidades reales. Podemos, incluso, en lo que a nosotros respecta, renunciar a buena parte de nuestras expectativas. Al final, incluso cuando la derrota es rotunda, inesperada y dolorosa, uno puede saberse salvado, si encuentra con quién compartir la aventura.
En mi idioma, el fracaso en las relaciones personales lleva el nombre de desencuentro. Y ahí, la palabra tiene para mí todo su peso, aun cuando se trate de desencuentros menores. En el nivel de las relaciones personales podemos querer bien, actuar bien, esperar bien… y fracasar. Hay algo así como una Ley no escrita —una expectativa irrenunciable— por la que esperamos una convivencia lograda. Y, sin embargo, en diverso grado, fracasamos.
En el nivel de las relaciones personales el inner game es insuficiente, porque no se trata sólo de mí. Se trata del otro, que es también responsable; o del otro del que yo soy responsable. Se trata del daño personal cometido o recibido; o el bien debido, pero ausente. Este es el fracaso escandaloso y verdaderamente íntimo. No el fracaso del individuo en sus metas singulares, sino el fracaso entre las personas, seres de encuentro. Esther, de hecho, terminó ahí. «Nos tenemos», nos decía. Pero yo, que no puedo evitar hacerme las preguntas últimas, pensaba: «¿Y si no?».
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