domingo, 28 de mayo de 2023

La intimidad del fracaso

Inocente de mí, fui el pasado jueves a la Escuela Wander, creyendo que iba a escuchar a Esther Blázquez hablarnos sobre La intimidad del fracaso. Pero no, cuando Esther habla no se puede escuchar y ya, sino que uno se ve arrastrado a explorar el tema o, mejor, la intimidad que uno mantiene con el tema. Sería impreciso —y tópico— si dijera que quedamos envueltos en un clima emocional. Nos movimos, más bien, en un plano primariamente sensitivo, que da y reclama presencia y entrega personales y procura, claro, encuentro. Sí, algo así es sin duda intenso, pero muy distinto del tan burdo y frecuente mercadeo de emociones.

No me resultó fácil entrar personalmente en el tema del fracaso y quise preguntarme por qué. Parte del motivo es que carecía de una definición adecuada del término. Poco a poco me di cuenta de que la conversación oscilaba en dos niveles. Con frecuencia, el tema del fracaso se recubre de experiencias profesionales y de retos personales o, por precisar más, individuales. En ese nivel, el objetivo (la diana) define las reglas del juego: alcanzarlo es tener éxito y no alcanzarlo es fracasar. En ese plano, el fracaso tiene para mí relativamente poco peso existencial, quizá por afortunada biografía personal. Hay siempre un inner game o juego interior en el que, en diálogo atento con la realidad, somos más o menos capaces de ir ajustando objetivos a las posibilidades reales. Podemos, incluso, en lo que a nosotros respecta, renunciar a buena parte de nuestras expectativas. Al final, incluso cuando la derrota es rotunda, inesperada y dolorosa, uno puede saberse salvado, si encuentra con quién compartir la aventura.


Una chica (Pat), de entre el público asistente, ya en coloquio, me dio la clave: «Si voy al supermercado a comprar un pollo y no lo consigo, no me siento fracasada. El ámbito en el que me siento fracasada es el de mis relaciones personales». ¡Ahora así! El asunto alcanzaba el nivel en el que la palabra fracaso tiene todo su peso. En ese nivel estaba el primer ejemplo de Esther, aunque la alusión a algunos personajes de gran éxito profesional me llevó a otros lugares. Y es en ese nivel, el de las relaciones personales que nos importan, en el que verdaderamente nos pesan, cuando nos pesan, los fracasos profesionales.

En mi idioma, el fracaso en las relaciones personales lleva el nombre de desencuentro. Y ahí, la palabra tiene para mí todo su peso, aun cuando se trate de desencuentros menores. En el nivel de las relaciones personales podemos querer bien, actuar bien, esperar bien… y fracasar. Hay algo así como una Ley no escrita —una expectativa irrenunciable— por la que esperamos una convivencia lograda. Y, sin embargo, en diverso grado, fracasamos.

En el nivel de las relaciones personales el inner game es insuficiente, porque no se trata sólo de mí. Se trata del otro, que es también responsable; o del otro del que yo soy responsable. Se trata del daño personal cometido o recibido; o el bien debido, pero ausente. Este es el fracaso escandaloso y verdaderamente íntimo. No el fracaso del individuo en sus metas singulares, sino el fracaso entre las personas, seres de encuentro. Esther, de hecho, terminó ahí. «Nos tenemos», nos decía. Pero yo, que no puedo evitar hacerme las preguntas últimas, pensaba: «¿Y si no?». 

Porque, la verdad, si los demás tienen las esperanzas puestas en mí, me declaro desde ya incompetente. Y tampoco me veo capaz de exigirle a otro que me tenga incondicionalmente, a cualquier precio, a todas horas, en todo lugar y porque sí (a lo L’Oréal, ¡porque yo lo valgo!). En un mundo de individuos que nos creemos autónomos, reconocer esto es anatema, pero es verdad: no fracasamos tanto ante nosotros mismos... Fracasamos, sobre todo, ante aquellos de los que dependemos; o ante aquellos que dependen de nosotros. Nuestro quehacer es siempre respuesta dirigida a otro. La pregunta es: «¿A quién?» Más radicalmente: ¿Hay alguien a quien responder incondicionalmente y que incondicionalmente responda por nosotros?

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