Fotograma, The Lord of the Rings: The Rings of Power |
Desde que Jeff Bezos se empeñara en «hacer justicia a Tolkien», se han dispersado millares de bytes sobre la oportuna o impertinente modernización de la Tierra Media que pretenden los guionistas de la serie El Señor de los anillos: los anillos de poder (The Rings of Power, Amazon Prime, 2022). A partir del 2 de septiembre podremos juzgar sobre ese y otros temas. Mientras, hay algo sobre lo que ya podemos hablar, dado que trasciende los resultados particulares de esta producción. Me refiero a la pereza imaginativa que provoca el audiovisual en el espectador, frente al esfuerzo que le exige la literatura al lector.
Rubén Díaz Caviedes nos lo advierte: «Esta es tu última oportunidad para leer el Silmarillion» (JotDown, 08.2022). ¿La razón? Que el libro de Tolkien le exige a nuestra pobre imaginación hacer un trabajo que los creadores audiovisuales ya harán por nosotros, robándonos ese esfuerzo (o placer): encarnar el objeto estético que el texto nos propone sin dárnoslo acabado: formas, movimientos, colores y sonidos. Díaz Caviedes presenta el tema con una cita de Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy (Laurence Sterne, 1759-1767):
«Ningún autor que comprenda los límites precisos del decoro pretendería pensarlo todo. El respeto más profundo que se puede rendir al entendimiento del lector es repartir este asunto amistosamente con él y dejarle algo que imaginar por su parte».
La cita viene a identificar el «decoro» o pudor del autor con el «respeto» a las «dotes interpretativas» del lector. En lo que a imagen y sonoridad se refiere, el audiovisual no se puede permitir ser tan decoroso con el texto, aunque hay grados: el primer Hitchcock, por ejemplo, no permitía que los crímenes ocurridos en sus filmes aparecieran en pantalla. Díaz Caviedes acierta cuando sostiene que la técnica narrativa de J. R. R. Tolkien pasa por dosificar la información que los textos dan al lector y lo argumenta aludiendo a las orejas de los elfos. En ninguna narración sobre la Tierra Media se explicita su forma, pero en varias tenemos pistas para sacar nuestras propias conclusiones:
«En los idiomas élficos que inventó, Tolkien reservó el mismo lexema para las palabras hoja y oreja: lhass y lhewig en sindarin, lassë y lár en quenya. Esta clase de parentesco etimológico (el que conecta el nombre de un objeto natural y el de una parte del cuerpo) es habitual en las lenguas naturales y sugiere, por lo general, que ambas cosas se parecen. En castellano ocurre algo similar con los nombres del pómulo o la úvula, por poner solo un par de ejemplos; derivan del latín pomulum, manzana pequeña, y uvula, uva pequeña. Tolkien quiso que cada uno de sus lectores imaginase a los elfos a su manera, pero él, por lo que parece, tenía claro que sus orejas guardaban cierto parecido con las hojas de los árboles».
Existe un debate en la Narratología sobre la «completitud» o «incompletitud» de los mundos imaginarios. Según algunos autores (Dolezel, por ejemplo), los mundos ficticios son incompletos, pues carecen de toda la información que estaría disponible en el mundo real: no podemos saber si Madame Bovary tiene en su piel alguna marca de nacimiento. Según Umberto Eco, esto no es un defecto de la literatura, sino su esencia. En "El lector modelo" (Lector in fabula, 1987, 73-95), el semiólogo italiano nos dice –y así lo recuerda Díaz Caviedes– que:
«El texto está plagado de espacios en blanco, de intersticios que hay que rellenar; quien lo emitió preveía que se los rellenaría y los dejó en blanco por dos razones. Ante todo, porque un texto es un mecanismo perezoso (o económico) que vive de la plusvalía de sentido que el destinatario introduce en él […]. En segundo lugar, porque […] un texto quiere dejar al lector la iniciativa interpretativa, aunque normalmente desea ser interpretado con un margen suficiente de univocidad. Un texto quiere que alguien lo ayude a funcionar».
Eco es generoso en su consideración de las dotes demiúrgicas del autor, pues es perfectamente posible –y legítimo– que algunos escritores dejen «espacios en blanco» sin tener ni la más remota idea de cómo podrían o deberían llenarse y sin dar ninguna pista sobre el asunto a los lectores. Pero es sin duda cierto que a menudo este recurso es usado de forma consciente y con objetivos estéticos muy precisos. Díaz Caviedes sugiere este: «¿No dará Sauron más miedo si cada lector le atribuye las características que más le aterran? ¿No trataremos con más reverencia a Elrond y Galadriel si solo intuimos, pero no llegamos a confirmar, el alcance de sus poderes?»
La falta de información obliga a nuestra imaginación a llenar los huecos; y lo desconocido, no delimitado, no abarcable a la vista ni a la inteligencia, tiende a generar inquietud y temor, pues nos impide saber a qué atenernos. Sin embargo, el efecto estético que procura El Señor de los anillos no es exactamente el mismo que pretende una obra de terror.
Sabemos, por sus cartas y escritos no publicados, que Tolkien imaginó una Tierra Media inmensamente más vasta y rica de la explicitada en los libros publicados. En El camino a la Tierra Media (1982), T. A. Shippey muestra con agudeza que la existencia de todo ese material es una de las claves del «efecto de profundidad» que produce El Señor de los Anillos: hay mucha geografía e historia latente a la que alude la información patente y claramente expresada en la obra. Que la superficie manifieste tímidamente lo profundo crea «perspectiva» y esa es la grandeza del género novelesco –y lo moderno de la épica de Tolkien–. Intuimos esta hondura, por ejemplo, cuando Gandalf, en su enfrentamiento mortal contra el balrog, proclama solemnemente: «Soy un servidor del Fuego Secreto, que es dueño de la llama de Anor. No puedes pasar. El fuego oscuro no te servirá de nada, llama de Udûn. ¡Vuelve a la Sombra!». ¿Fuego Secreto? ¿Anor? ¿fuego oscuro? ¿Udûn? Nada de eso se explica en el libro. Y, sin embargo, esas palabras nos ofrecen alguna pista sobre el sentido global de la obra y sobre el papel del mago gris en este drama.
Este ejemplo nos permite retomar la polémica sobre la completitud o incompletitud de los mundos posibles poéticos. Al cotejar los puntos de vista de Dolezel y Eco, parece claro que debemos distinguir entre la economía de la información que da el texto poético y el objeto estético que evoca en el lector, que siempre es completo como totalidad de sentido, aunque no sea exhaustivo en sus detalles. Esta distinción nos permite además juzgar el valor estético de la economía del texto, en función de si permite o no al lector configurar un objeto estético consistente como totalidad de sentido y de qué grados de profundidad ofrezca ese mundo poético.
A nuestro juicio, el efecto estético que procura El Señor de los anillos, además de los señalados por Shippey –profundidad histórica y dramática– es el del sentido del «misterio», categoría filosófica de la que ya hemos hablado en otras ocasiones, y en cuya pedagogía Tolkien es un maestro (El misterio de la filosofía y la filosofía del misterio; Educar es enseñar a convivir con el misterio). Parte de ese sentido del misterio supo salvarlo el decoro cinematográfico de Peter Jackson en su versión de El Señor de los anillos, aunque le resultara inevitable mostrarnos las orejas de los elfos. Veremos en The Rings of Power la responsabilidad que demuestran sus creadores con lo profundo, perfectamente salvable en las buenas producciones audiovisuales.
Quizá, sobre este tema, tendré ocasión de hablar en el V Congreso Internacional Imagen y Reconocimiento, «La imago mundi de J.R.R. Tolkien: poética, mito y realidad» (SIMUFV 2023), organizado por el Grupo Estable de Investigación Imaginación y Mundos Posibles, inscrito en la Facultad de Comunicación de la Universidad Francisco de Vitoria.
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