Icono de la dormición de la virgen María |
«Siempre me asusta escribir las primeras líneas, cruzar el umbral de un nuevo libro. […] Los capítulos todavía sin escribir deberían adivinarse ya, pugnando por nacer, en el semillero de las palabras elegidas para empezar. Pero ¿cómo se hace eso? Mi bagaje ahora mismo son las dudas. Con cada libro vuelvo al punto de partida y al corazón agitado de todas las primeras veces. Escribir es intentar descubrir lo que escribiríamos si escribiésemos, así lo expresa Marguerite Duras, pasando del infinitivo al condicional y luego al subjuntivo, como si sintiese el suelo resquebrajarse bajo sus pies.
En el fondo, no es tan diferente de todas esas cosas que empezamos a hacer antes de saber hacerlas: hablar otro idioma, conducir, ser madre, vivir».
VALLEJO, Irene, El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo, Siruela, Biblioteca de Ensayo, Madrid, 2019, 16-17.
8ª edición, ensayo revelación de la temporada, etc. Así se vende esta investigación-divulgación de @IreneVallejo, cuya sensibilidad humana y literaria conocen bien los lectores de columnas de El País. Llevo leídas siete páginas, así que no puedo valorar la obra. Pero en apenas siete encontré la joya exhibida arriba.
La cosa empieza con un «tópico» que no por tal es falso, sino experiencia común: el temor a la página en blanco. El bagaje de dudas es drama socrático: una vez nos tomamos la vida en serio, conviene empezar de nuevo, examinar el asunto desde el principio. Con la experiencia de la última, pero con el amor y la ilusión de la vez primera. Y entonces llega: «Escribir es intentar descubrir lo que escribiríamos si escribiésemos». Pensé: «Aristóteles». Y efectivamente hacia allí conduce inexorablemente la reflexión hasta su término: «vivir».
La Ética a Nicómano es el libro de un padre (Aristóteles) a su hijo. Es un libro sobre el sentido de la vida, es decir, sobre la búsqueda de una felicidad segura. Y la felicidad está en la acción (praxis). Lo que incluye la praxis contemplativa, claro está. Pero ocurre que sólo aprendemos qué es la felicidad, sólo aprendemos a hacer lo que tenemos que hacer, haciéndolo. «Para saber lo que tenemos que hacer, hay que hacer lo que queremos saber», dice el griego. Esta es la paradoja del vivir humano, que viene sin manual de instrucciones.
Porque a vivir se aprende viviendo –qué firmeza nos trae el gerundio–, resulta tan importante la memoria –la escritura–. Así, a la noche, hacemos examen de conciencia, revisamos el borrador de nuestra biografía y decidimos qué aciertos y errores salvar mañana. Además, resulta que en la cultura heredada –otra vez, la escritura– encontramos los apuntes que nos legan nuestros padres.
Pero ocurre que los tiempos del verbo, que son muchos, son menos que los tiempos de la vida. Y las salvaciones son de muy diverso rango. Es verdad que el escribir es una magnífica metáfora del vivir. Quizá porque esta vida, transfigurada, es imagen de Escritura.
«Soy hombre: duro poco
y es enorme la noche.
Pero miro hacia arriba:
las estrellas escriben.
Sin entender comprendo:
también soy escritura
y en este mismo instante
alguien me de le tre a».
(Octavio Paz).
Vivamos intentando descubrir lo que viviríamos si viviésemos.
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