«Sólo si es una tertulia». Era la condición para que Chema Alejos y yo nos animáramos a conversar durante una hora sobre un tema tan difícil. La gracia de la tertulia está en que quienes hablan no son expertos en el tema, sino que tratan de tener una conversación inteligente, de aprender a pensar en compañía. Incluso con esa advertencia, el título del coloquio en la U-Shop de la UFV nos presionaba: Origen y sentido del regalo. En un buen lío nos había metido nuestra querida Gemma. Menos mal que un buen número de alumnos –teniendo en cuenta que empiezan los exámenes- y unos cuantos colegas de la universidad, vinieron a echarnos una mano. Fue el 12.12.2018, a las dos en punto de la tarde.
«Empecemos por poner los tópicos sobre la mesa. ¿Qué es regalar?», dije. Benditos alumnos. Allí estaban, respondiendo. «Una acción por la que se da algo a alguien». «Ese algo debe ser significativo». «No es tanto lo que regalas, como el hecho de regalar». «Muchas veces es como un gesto, un detalle con el otro». «Muchos regalos son un símbolo: hay algo material, pero se hace para entregar algo inmaterial». «A veces, lo que no sabemos o logramos decir con palabras, lo hacemos con un regalo». «Hay una sorpresa». «No tanto el regalo, sino el acto de regalar: es una sorpresa, un acto inesperado». «Es algo libre, no necesario; no hay por qué regalar y, sin embargo, lo haces». «Es la gratuidad lo que es bonito del regalo». «Bueno, ya no es tanto así. Ahora, en Reyes, hay que regalar sí o sí. Se ha vuelto algo obligatorio». «Regalar ha perdido su sentido, porque ya no lo haces porque quieres, ni te sientes especialmente regalado cuando te dan algo». «Parece un invento del Corte Inglés para incitar al consumo, para obligarnos a todos a gastar dinero».
«Genial», pensé. «No estoy mal hecho». Hace años me topé con el Ensayo sobre el don: forma y función del intercambio en las sociedades arcaicas (Marcel Mauss, 1925) y su lectura me dejó muy tocado. Según Mauss, el regalo en las sociedades arcaicas implica tres obligaciones. ¡Obligaciones! El acto de dar, el acto de recibir (¡no se puede rechazar un regalo, ni aceptarlo de cualquier manera!) y el acto de devolver –a quien nos regaló primero- un regalo de un valor similar al recibido. Fue el carácter de obligatoriedad el que me impactó tanto porque, en cierto modo, eso era algo contraintuitivo, al menos en mi propia experiencia. O yo vivía en un mundo muy raro, o era un iluso, alguien que vivía engañado pensando que el regalo era otra cosa.
Sin embargo, a pesar de mi estupor, la lectura del libro de Mauss me parecía estar muy lejos de ser absurda. Tenía bastante sentido. Es esa obligatoriedad del regalo, de las acciones de darlo, recibirlo y devolverlo, la que garantizada la cohesión social y los vínculos comunitarios de las sociedades arcaicas. Gemma era de esta opinión. «Igual yo soy un poco como en las sociedades arcaicas», decía. «Cuando llega alguien nuevo a la ciudad, que viene de fuera, todos los invitamos a casa, para que conozca a gente, se integre… y luego, esperas que esa persona te devuelva la invitación, para que puedas también conocer su casa». Así es. Gracias a ese tipo de cosas, gracias a que nos obligamos a estas cosas, el mundo es un lugar más amable para todos.
Las sociedades arcaicas eran comunidades sólidas, fueres, confiables, precisamente por esta triple obligación que cada uno mantenía con el resto. Yo reconocía todo eso y, sin embargo, me imaginaba un tipo de sociedad bastante opresiva. Un poco… sí, un poco como decía aquella alumna, Magdalena, sobre la situación actual con respecto al día de los Reyes Magos.
«Pero, entonces, ¿cuál es el origen del regalo?» Mi amigo Chema, con quien había pactado previamente que la cosa fuera una sencilla tertulia, repentinamente se había puesto el traje de explorador y no parecía estar dispuesto a desistir hasta remontarse a los orígenes del regalo. «Qué hay en nuestra tradición, que no está en las sociedades arcaicas, que nos hace concebir el regalo como algo gratuito, libre, inesperado». O, como le gusta decir a él, cuando se pone muy serio: «¿Qué nos ha pasado?». Silencio. «¿Me entendéis por dónde voy?». Sí, decíamos muchos… con la cara. Silencio. Chema gesticulaba. Silencio.
«¿Cuál es la etimología de regalar, Chema?» dije, por si así salíamos el escollo. «Regalar es alagar a alguien con un presente», respondió. Eso nos dio juego para rato. «Entonces regalar, originalmente, era más que un gesto, se regala “algo”». Parece ser que originalmente ese alago se hacía a los reyes. Una forma de agradecimiento, por ser protectores de la comunidad contra la amenaza exterior; por ser garantes también del orden interno, de la justicia en la propia comunidad. Se regala a quien se le reconoce una dignidad; y a quien estamos agradecido. Se regalan también presentes dos tribus extrañas entre sí la primera vez que se encuentran. De nuevo, rituales obligatorios… con un sentido importante: servían para romper el hielo, para evitar enfrentamientos armados, para lograr un reconocimiento mutuo que facilite cualquier conversación o trato posterior: generaban un sustrato de cordialidad.
«Se regala con un presente», insistía Chema. «Nos hacemos presentes en la vida del otro mediante nuestro regalo». Así es. «¿Cuál es el regalo más significativo que os han hecho?», preguntó una alumna. «Yo todavía conservo un peluche que me regalaron hace mucho», dijo otro -no escribiré su nombre, para proteger la identidad del muñeco-. «A mí me regalaron ropa de bailarina… cuando ya había dejado de bailar y estaba en baloncesto». Regalamos algo al otro para estar presentes en su vida. Para agradecerle su presencia en la nuestra. Intercambiar regalos es dejar que el otro esté en nuestra vida; estar nosotros en la suya. «La primera vez que hice un regalo así, pensando en la otra persona… le regalé un armario para pipas» -de fumar, se entiende; no era una alacena-.
Chema insistía, quería llegar más lejos. «Todavía hay un origen más radical. ¿Por qué la otra persona es un regalo para mí?». Más silencio. Me lanzo a la piscina: «Si nos ponemos radicales: porque da sentido a nuestra vida. Puede darle tanto sentido a nuestra vida que no le regalemos “algo”, sino parte de nosotros mismos, mediante una promesa. Incluso podemos regalarle nuestra propia vida, como ocurre con el rito del matrimonio de esa tradición nuestra en la que el regalo se da libremente, no obligados». «No estoy de acuerdo», dijo una alumna, precisamente la que había llamado «desalmado» a un tertuliano porque éste prefería regalar algo a un ser querido para él antes que hacerlo a un sintecho. «No estoy de acuerdo, porque en el matrimonio no te das, se trata de compartir, no de dar tu vida». «No se trata de que estemos o no de acuerdo –respondí-, sino de lo que objetivamente es el rito, de lo que se promete: “Yo, Álvaro, me entrego a ti, Amalia, como esposo, y prometo…”». Como esposo. A ti me esposo.
No explotamos demasiado este asunto, pero me parece que guarda una analogía interesante con el tema del regalo. Al matrimonio le pasa hoy lo que al día de los Reyes Magos. Una pequeña brasa ahogada por las cenizas pero aún caliente en los sótanos del alma nos dice que hay algo bello y hermoso en la promesa de entregar la propia vida a otra persona, para siempre. Pero algo flota en el ambiente que nos hace ver eso como una obligación y entonces, de repente, como regalar en reyes, la cosa se convierte en una esclavitud de la que queremos escapar. Es la obligatoriedad de la promesa matrimonial –como la obligatoriedad de educar a los hijos- la que da consistencia y hace posible la vida social… Pero cuando alguien subraya demasiado lo de obligatorio, nos asfixia. Esa aparente contradicción se resuelve ahí, en la promesa que obliga libremente a quien promete. Una obligación asumida libre, agradecidamente.
«A mí lo que me cuesta es precisamente eso de lo “gratuito”». Mi colega Laura, al rescate. «Claro que regalas, por así decir, libremente, pero en ese “dar” hay una esperanza de que lo que da sea recibido; incluso, de que sea devuelto. No “obligas” al otro a hacerlo, pero lo esperas de él». Así es. En el regalo y en el amor. Regalamos libremente, pero esperamos que el otro, libremente, nos corresponda. Así que es verdad que es un poco como en las sociedades arcaicas –contamos con la reciprocidad–, pero contamos con ella libremente, pues sabemos que si la correspondencia no es libre, no es amor verdadero. De nuevo, una forma muy concreta de amor, muy peculiar de nuestra tradición, nos sale al encuentro.
Chema insiste de nuevo. «Es verdad, pero, ¿por qué soy capaz de amar así, incluso de entregar mi vida por otro?». «¿Porque reconocemos que así hemos sido amados primero?». «¿Por qué la vida entera nos es dada como un “presente”, un “regalo”»? El mecanismo parece claro: es el agradecimiento. El agradecimiento nos hace querer corresponder libremente a aquel por cuya existencia estamos agradecidos. El agradecimiento nos obliga libremente. Chema insiste, pero el tiempo del coloquio se agota y yo vuelvo con los Reyes Magos.
De aquí al 6 de enero nuestra gastada tradición nos invita a celebrar la natividad de un Dios que se hace niño y viene hasta nosotros sin razones, sin permiso, sin explicaciones. Porque sí. Porque le da la gana. Por nosotros. Se hace “presente” en nuestro mundo, dispuesto a padecer lo que padecemos nosotros, dispuesto a morir por nosotros. El es Rey y por eso los sabios de Oriente le llevan regalos. Por él y su bautismo todos somos reyes de otro mundo y por eso todavía hoy los sabios de oriente vienen de otro mundo y nos traen regalos cada 5 de enero. Es esta una tradición malherida… pero no muerta. Por esta tradición aún intuimos, aunque no sepamos decir por qué, que regalar es gratis. Que está mal cuando no es gratis. Y, sin embargo, que hay que regalar.
Regalar por miedo, por presión social, por El Corte Inglés… eso es lo arcaico, que gana hoy terreno entre nosotros. Regalar igualmente pero movidos por el amor y el agradecimiento a un rey que nos hizo reyes. Regalar como reyes a otros reyes, celebrando la venida del Rey de reyes. Eso es lo nuevo, desde hace unos 2000 años.
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