Dhanbad, Bihar State, India, 1989. La imagen, de Sebastiao Salgado, forma parte de su proyecto Éxodos.
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Desde hace unos meses se escucha con frecuencia en los medios de comunicación la palabra «migrante», en detrimento de las más habituales «inmigrante» y «emigrante». El cambio ha sido repentino y bastante globalizado, como si buena parte de los medios de comunicación españoles hubieran reescrito simultáneamente sus libros de estilo respecto de esta cuestión.
Los cambios de vocabulario –especialmente los que se producen de forma tan repentina y acordada- no son accidentales. Responden a una estrategia precisa sobre un cambio de mentalidad. Cambiar el lenguaje es cambiar el medio –y el modo- en que pensamos las cosas. Así que de inmediato me puse a pensar qué podría provocar este cambio de vocabulario y no me fue difícil formular mi primera hipótesis: «inmigrante», en castellano, es una palabra cargada de connotaciones negativas mientras que «migrante» parece más neutra. La razón vendría impulsada por esa punzante búsqueda de un lenguaje políticamente correcto.
Pronto formulé una segunda hipótesis: «emigrante» e «inmigrante» son términos relativos a un lugar concreto (un lugar que abandonamos o un lugar al que llegamos) mientras que el término «migrante» es universal, podemos utilizarlo para referirnos a la misma persona –incluso al mismo colectivo- estemos en el lugar de salida, el de llegada o incluso en un tercer lugar, distinto de los otros dos. Es una palabra, dirían los periodistas, más «objetiva» y ajustada para hablar de forma globalizada de los tan frecuentes fenómenos migratorios.
Ambas hipótesis parecen suficientes para explicar el cambio de vocabulario. No estoy seguro de que sean suficientes para justificarlo, al menos no para una sustitución automática, irreflexiva y sistemática de «inmigrante» o «emigrante» por «migrante», como si no perdiéramos nada relevante por el camino. Porque el caso es que perdemos varias cosas importantes. ¿Cuáles? En primer lugar, desde el estricto punto de vista de las funciones del lenguaje, perdemos precisión. Si estoy en Madrid y oigo hablar en el informativo de los “migrantes españoles”, la expresión no me permite saber si estamos hablando de españoles que abandonan su tierra o que viajan de un segundo a un tercer país, o incluso de españoles que migran sin destino definido en el horizonte, como pasa con aquellas personas a las que hasta ahora nos referíamos con la hermosa aunque dolorosa palabra «desplazados». Des-plazados. Personas fuera de su «plaza», de ese lugar de encuentro, preciso y concreto, en el corazón de su ciudad, donde unos y otros se reconocían y hablaban de sus cosas comunes.
En segundo lugar, al eliminar la precisión del «in-» (o del «e-») «migrante», suprimimos el carácter dramático de la situación de las personas a las que nos referimos y, de esa forma, no les hacemos ningún favor. Quien emigra se sabe emigrante y lo que eso significa; y la misma palabra cualifica y colora emocionalmente a quienes la escuchamos. La expresión «migrante» acaba con esa cualidad moral, dramática, personal, afectiva. Lo mismo cabe decir del inmigrante. Recibir a un «migrante» -de quien no sabemos de dónde viene ni a dónde va- no puede hacerse con la misma altura moral que recibir a un «inmigrante», de quien sabemos que espera quedarse aquí, al menos por algún tiempo, tal vez para hacer de la nuestra su nueva patria, tal vez con las esperanza de retornar al lugar del que emigró.
La referencia a un hogar. Esto es lo tercero que perdemos con la palabra «migrante», precisamente por ser una palabra neutral, universal, carente de encarnación en un lugar y tiempo preciso, el del protagonista al que mentamos con esa palabra. Quien emigra abandona su hogar; quien inmigra llega al hogar de otro y espera, al menos provisionalmente, hacer de ese hogar el suyo. Emigrar e inmigrar son acciones cargadas de lugares pasados, presentes y futuros. Su cualidad es distinta de la del nómada (quien lleva la patria consigo) y de la del desplazado (cuya patria es sólo una y bien clara, distinta de la que ahora habita). El hipotético día en el que alguien deje de saberse «emigrante» para considerarse neutralmente «migrante», habrá perdido la noción de «exiliado», ese dolor sin el que perdería definitivamente su patria y origen. Qué sería de los poetas sin el exilio de su patria física o metafísica, real, soñada o profetizada.
«En la cervecería alemana que tiene un andaluzLa pérdida del drama humano y de la cualificación moral es un efecto colateral del lenguaje objetivo, neutral o general. Por eso «migrante» se dice de minerales, vegetales y animales sin merma, pero no así de personas. A veces, la pérdida del drama humano también es un efecto indeseable del lenguaje políticamente correcto. Al perder precisión para describir el drama humano perdemos de vista ese drama humano. Un lenguaje indoloro para anestesiarnos, una vacuna contra la realidad. Así perdemos de vista nuestra propia condición, esencialmente dramática. Si el término «inmigrante» tiene connotaciones negativas, luchemos contras esas connotaciones y atendamos, más bien, a la realización moral que esa condición nos exige. No perdamos ni un segundo de vista el drama de esa realidad objetiva.
en puerto pollensa (mallorca / baleares)
hay un pajarillo que canta como los dioses
o al menos como dicen que cantaban los dioses
antes del fin de las ideologías
lo llaman mulato
porque es cruza de canario y jilgera
o jilguero y canaria
vaya uno a saber
lo cierto es que su trino es azul rojo verde amarillo celeste blanco
su trino es un compendio de energías y colores
de orgullos de pájaro y soledades de jaula […]»
(BENEDETTI, Mario, “Mulato”, en “Aquí lejos”, Las soledades de Babel, 1991).
Si usamos «migrante» porque es una palabras más universal, usémosla –para eso está– cuando debamos referirnos a fenómenos generales, no cualificados ni encarnados. Así lo sugiere con acierto Fundeu. Pero si podemos encarnar nuestras palabras sin perder precisión, sino ganándola, bienvenida sea, al Periodismo, toda poesía.
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