David Octavius Hill, En el cementerio, Edimburgo, 1845.
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«Ninguna obra de arte se contempla en nuestro tiempo con tanta atención como los retratos de uno mismo, de los parientes próximos y amigos, y de la amada». Piensa cuándo fue la última vez que contemplaste una obra de arte con cierta intimidad, detenimiento, atención. Y durante cuánto tiempo. Piensa ahora en la última vez que viste una fotografía tuya o de alguien conocido, quizá en el móvil, quizá en alguna red social. Y si la miraste con mayor intimidad, detenimiento, atención o silencio que aquella obra de arte. La frase citada arriba es del historiador de Arte Alfred Lichtwark. La escribió en 1907.
Leyendo la Pequeña historia de la fotografía de Walter Benjamin (1939), cobro conciencia de la revolución cultural y social que supuso la invención de este medio. Cobro también conciencia de que la fotografía sigue siendo un invento revolucionario, cuyos efectos y consecuencias aún alteran nuestros hábitos de un modo tal vez insospechado.
Cuando yo nací, la fotografía tenía ya más de 150 años. No era una actividad especialmente cara; su práctica estaba popularizada. Sin embargo, todavía podíamos distinguir a quien tomaba fotos con soltura de quien cogía una cámara entre sus manos con cierto reparo. El que hacía las fotos, por amateur que fuera, recibía el generoso apelativo de «fotógrafo», aunque no se dedicara profesionalmente a ello. Hoy nos parecería absurdo llamar fotógrafo a quien saca su móvil del bolsillo y toma una instantánea. Es como si a quien saca un bolígrafo del bolsillo para firmar un recibo le llamásemos «escriba», o a quien hace una búsqueda en Google le llamáramos «internauta». Hacer fotos, como firmar un documento o buscar algo en internet no es hoy una actividad cualificada, sino universal.
Pero hablé de mi nacimiento más bien por contraste: mi inquietud se centra en los nacidos hace cinco o seis años. Ellos ya no han vivido eso de tener un tío fotógrafo, sino que han mamado la fotografía desde antes de haber empezado a mamar. Es muy posible que a los cinco años hayan hecho ya varias fotos. Es bastante seguro que han aprendido a posar, aunque aún estén lejos de saber qué significa justo eso, posar, ese antecedente histórico del actual postureo.
Mi generación todavía se siente incómoda ante el artificioso arte de «posar», es decir, de ponerse una máscara para el público que a su vez preserva la intimidad, para dársela sólo a quien queramos. Pero, ¿qué sienten los millones de jóvenes que hacen públicos decenas de sus retratos en las redes sociales? La palabra «postureo» todavía demarca una distinción, no exenta de cierto sentido del pudor. Precisamente porque esa distinción todavía existe, ¿qué presión supone que todos, sin distinción, y desde muy pronto, tengan tanto que posar? El selfie, ¿será un ensayo para encontrar la máscara más apropiada? Cuando la presión es muy fuerte, tendemos a ignorarla. ¿Qué supondría para el hombre ignorar la distinción entre intimidad natural y posado público? Quizá el olvido de que hay pose sea también el olvido, el descuido –o la venta- de la intimidad.
Creo que la frase de Lichtwark , sin embargo, apunta en otra dirección: «Ninguna obra de arte se contempla en nuestro tiempo con tanta atención como los retratos de uno mismo, de los parientes próximos y amigos, y de la amada». Escrita por un crítico de Arte, esta frase apunta a una desviación de nuestra mirada. Tanto la pintura como la fotografía son productos culturales y, en ese sentido, ambas son una especie de arte. Esa comunidad de fondo las vincula y es la que hace posible la reflexión de Lichtwark. ¿Y en qué consiste ese cambio de mirada?
Desde un punto de vista técnico, ocurre que cada pintura es única y aunque podamos reproducirla, «copiarla» supone realizar un nuevo acto cultural. Por el contrario, la fotografía permite la reproducción mecánica o digital, automática. No necesitamos listar las ventajas de una técnica así. Sí debemos recordar que en el ahorro de un esfuerzo puede infiltrarse la renuncia a un aprendizaje.
Desde el punto de vista del objeto, supone dejar de mirar la obra de un genio para mirarnos a nosotros mismos. Es una especie de «ensimismamiento». La capacidad de ensimismarse, de plegarse sobre uno mismo, de crecer hacia dentro, es hermosa y específicamente humana. Y hoy la necesitamos. Pero encierra también un riesgo; olvidar la salida de sí, el dar de sí, que es también propio de la condición humana, y exigencia para nuestra realización.
Algún filósofo de la postmodernidad dirá que demasiado ensimismamiento es una especie de «narcisismo». Los que todavía contemplamos los mitos sabemos que Narciso, enamorado de sí mismo, incapaz de ver otra cosa que su rostro, murió ahogado en la contemplación de su propia imagen.
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