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domingo, 3 de diciembre de 2017

Originalidad y comunicación

Autorretrato de Diego Rodríguez de Silva y Velázquez, 1656.
Existen tantas vocaciones como personas. Esta convicción me atacó con fuerza la primera vez que leí la entrevista de Peter Seewald a Joseph Ratzinger publicada en 1996 bajo el título La sal de la tierra. «¿Cuántos caminos puede haber para llegar a Dios?», preguntó el periodista. El entonces cardenal Ratzinger respondió: «Tantos como hombres».

La idea de que cada persona es única no era para mí nueva. Pero yo creía que cada persona estaba llamada a ser algo, a cumplir una cosa que se llama vocación y creo que esta idea está bastante extendida, porque habitualmente la palabra vocación se identifica con profesiones o actividades genéricas.

Es claro que en un sentido importante hay vocaciones genéricas, incluso naturales. Todos estamos llamados a «ser hijos», aunque algunos no parezcan saberlo, o aunque a menudo no nos comportemos como tales. Y como toda vocación en sentido fuerte, «ser hijo» no es algo que se elige, sino que, literalmente, nos lo encontramos. Y quizá estamos llamados también a ser hermanos, padres, madres… y eso es algo que, con independencia de que lo queramos o no, también nos lo encontramos. Suele hablarse además de la vocación del sacerdote, del médico, del militar, del maestro… Son de nuevo vocaciones naturales, en el sentido de que son necesarias para la existencia y perpetuación de cualquier sociedad humana.

Pero todas estas vocaciones, y tantas otras profesiones a las que llamamos también vocacionales, tienen unas formas históricas y sociales bastante precisas, vigentes, en las que parece que, mejor o peor, debemos encajar la singularísima personalidad de cada uno. Por eso la vocación parece una cosa que hacer, un dictado que copiar de alguien que previamente nos lo ha escrito.

La frase de Ratzinger me hizo ver las cosas justamente al revés, precisamente por la radicalidad del planteamiento que, de tener que ver la vocación con el dictado de alguien, sería nada menos que con el dictado de Dios. Y parece que Él espera de cada uno de nosotros un camino único.

Esos cauces generales a los que llamamos vocación no son algo en lo que encajar nuestra persona, sino posibilidades histórica y socialmente institucionalizadas a partir de las cuales descubrir y realizar nuestra personalísima y singular vocación, que nunca se puede reducir a esos cauces. Ocurre históricamente que a falta de vocaciones reconocidas uno tiene que inventar la suya, tiene que llegar a ser, y llegar a ser reconocido, bajo una forma, una profesión, un quehacer que está escrito en el fondo insobornable de su alma aunque tal vez no tenía nombre, ni forma social reconocible, hasta que esa persona se lo inventó.

No siempre ha habido filósofos, ni psicólogos, ni astronautas, ni fotógrafos… todo eso son vías de realización personal que hemos tenido que inventarnos, ciertamente no a capricho, sino contando con nuestros anhelos y pretensiones más profundas, que no han sido puestas en nuestro corazón por nosotros, y contando también con las posibilidades que nuestra circunstancia histórica nos ofrece. Por eso decía don José Ortega y Gasset que la vida de cada cuál es, sobre todo, «faena poética», es decir, tarea o invención significativa, locuaz, artística, es decir: palabra.

Así, resulta que no sólo cada persona es original, en cuanto que es única, sino también que cada persona es originaria, en cuanto que es fuente u origen, de una perspectiva y de una actividad única. Aunque no somos origen en un sentido absoluto, sino relativo: somos origen de una respuesta particular o singular a una palabra que nos viene dada, que nos encontramos en nuestra vida, que es nuestra propia vida, aunque no sepamos quién la pronuncia.

Y ocurre, y aquí es donde entra en juego la comunicación, que venimos al mundo sin manual de instrucciones. Nacemos sin saber qué hacer con nuestra vida y llega un momento en el que nadie puede decidirlo por nosotros. Para decidir qué hacer con nuestra vida contamos con la palabra, mediante la cual, en comunicación, aprendemos a relacionarnos creativamente con otras personas y con nuestro mundo, y así descubrimos qué hacer con nuestra vida y vamos poniéndole palabras a eso que queremos llegar a ser o, mejor, a la explicación de quién queremos llegar a ser.

Resulta que la originalidad de nuestra vida está al final, en su realización; pero también que ese final estaba ya, en cierto modo e intencionalmente, al principio; y que originales somos o podemos ser también en cada paso del camino.

Así empezó mi disertación en el XIII Seminario del capítulo de Estética de AEDOS, el pasado viernes 1 de diciembre de 2017. Allí nos vimos y discutimos una treintena de profesores, alumnos e investigadores para reflexionar sobre La originalidad humana: su raíz y sus formas. Creo que la Teoría Dialógica de la Comunicación sitúa la cuestión de la originalidad en la comunicación en el nivel adecuado, que no sólo es el de la técnica y el contenido, sino el del sentido de la propia vocación. Te avisaré cuando se publiquen las actas con todas las intervenciones y los muy sugestivos debates.

PD: Sí, ya sé que el nombre por el que conoces el cuadro que ilustra esta entrada es otro. Pero el cuadro podría legítimamente llamarse así y daría una idea bastante precisa del sentido de esta nota.

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