Scarlett Johansson en un fotograma de Lucy. |
El transhumanismo, abreviado como H+, es un movimiento intelectual y cultural que muchos consideran una ideología peligrosa. La tesis inicial es prometedora: se trata de orientar la ciencia y la tecnología al objetivo de mejorar la condición humana. «Pero eso -dirán algunos- ¿no es siempre el objetivo de la ciencia?» Pues sí, pero debemos reconocer que, cuando nos ponemos a concretar, la cosa no resulta tan clara, ni siquiera entre transhumanistas. Entre sus fundadores encontramos a J. B. S. Haldane, partidario de la eugenesia, es decir, de organizar comités para decidir quién tiene o no derecho a vivir.
Si concretamos a qué tipo de mejoras tecnológicas se refieren los transhumanistas, encontramos cosas como: combatir la pobreza, mejorar física, psíquica e intelectualmente a las personas, aumentar la esperanza de vida, detener el envejecimiento, lograr la inmortalidad. Parece claro que no les distingue del común de los mortales su combate contra la pobreza, ni su diseño de prótesis, ni la lucha contra el cáncer –para eso no es necesario inventar un movimiento científico nuevo–, sino que el acento de este movimiento está más bien en cosas que nos empiezan a sonar raras... como buscar la inmortalidad, y a qué precio. El problema del transhumanismo no es que use la ciencia para mejorar la vida de las personas, sino su pretensión expresa de superar eso que desde antiguo llamamos naturaleza humana, cosa que, según ellos, es algo engorroso de lo que debemos deshacernos para llegar a lo que llaman «posthumanidad».
La idea nace en los años 20 y cobra fuerza hacia los 60. Da continuidad histórica a la fiebre sobre la telequinesis o la comunicación con extraterrestres, de la que hablamos cuando leímos a Stephen King. Me llama la atención lo mucho que han calado las tesis transhumanistas en algunas obras de ciencia ficción, género tan proclive a sospechar de la tecnología y a denunciar a los científicos que juegan a ser Dios. En el cine hollywoodiense de los últimos años encontramos demasiados títulos amables con la idea de que debemos abandonar nuestra naturaleza humana. Hoy quiero hablarte de una de esas películas, que en su día me llamó bastante la atención: Lucy (Luc Besson, 2014).
Besson es un director cuya personalidad impregna todas sus obras. Es capaz de crear un universo entero para manifestar la belleza interior y exterior de sus divas: Anne Parillaud (Nikita, dura de matar); Milla Jojovich (El quinto elemento, Juana de Arco). Escogió para Lucy a Scarlett Johansson, una actriz que me recuerda inevitablemente a Marilyn Monroe: juzgar si es buena o mala intérprete -y no es mala-, o si es más o menos guapa, es una mezquindad. Su aparición en la pantalla nos invita a la contemplación del milagro. Y punto.
El filme funciona todo lo bien que puede hasta que empezamos a intuir la catástrofe: cuando el cine pretende articular racionalmente un discurso metafísico, fracasa. No porque los relatos no puedan enfrentarnos al misterio de la existencia, sino porque no pueden pretender hacerlo como si fueran filosofía pura. Todavía es peor cuando no siguen el guion de una filosofía madura, sino de una flaca ideología. «Zapatero, a tus zapatos».
La película nos regala, no obstante, momentos maravillosos. Uno de ellos es cuando Lucy comprende lo que significan unos buenos padres para un hijo. Los sacrificios y la entrega más importante de nuestros padres ocurren cuando nosotros apenas tenemos conciencia de nada. Si recordáramos todo lo que no recordamos, si colocáramos en su lugar las primeras conmociones de la adolescencia, querríamos permanecer en ese lugar del corazón que descubre Lucy en los primeros momentos de la película.
Asistimos a otra secuencia memorable cuando el profesor Norman, interpretado por Morgan Freeman (buen apellido para un actor acostumbrado a interpretar a Dios). Gracias a la aparición de Lucy, el profesor Norman comparece balbuciente y sin palabras a la confirmación de sus hipótesis científicas. Nosotros, simples mortales (mientras los transhumanistas no lo remedian), estamos acostumbrados a contemplar la ciencia desde el final, es decir, desde las últimas seguridades conquistadas y efectivas. Así nos la cuentan los profesores. También los científicos, quienes nos hacen promesas desde una falsa seguridad para poder financiar sus inciertas investigaciones -es el precio por investigar en un mundo donde todo tiene precio y todo lo queremos ya-. Pero el verdadero investigador, y así lo encarna Freeman, es un aventurero que apenas puede anticipar el próximo descubrimiento y que queda arrobado cuando lo ve por vez primera ante sus ojos. Más sobre esto, en Sólo el asombro conoce.
En esa misma secuencia, en la que Norman y Lucy hablan por vez primera, descubrimos también que una cosa es tener un supercerebro lleno de conocimientos y otra, muy distinta, ser capaces de dar sentido a nuestra vida. Para lo segundo necesitamos maestros, sabios y confiables aunque sea por viejos, y la película lo refleja bien. Además, la situación encarna una grandeza humana en ambos personajes muy difícil. Yo fui un alumno demasiado listo y he tenido alumnos más listos que yo. Reconforta reconocer a dos personas en esa situación sin atisbo de orgullo, gracias a la mutua admiración y al amor compartido por una verdad que les trasciende.
Morgan Freeman y Scarlett Johansson, en Lucy. |
Hasta ese momento todo encaja con la verdad de la vida, con la verdad de la naturaleza humana, por mucha ciencia-ficción poco realista que se nos presentara hasta ese momento. Sin embargo, a partir de ahí, justo cuando la película empieza a jugar con la superación de la naturaleza humana, todo se complica y la verdad poética se va al traste.
La película pretende mostrarnos el sentido último del universo. Para hacerlo, no acude a la sabiduría antigua, sino a las tesis más delirantes del transhumanismo, como le pasó a otra película notable de imposible resolución satisfactoria: Her (Spike Jonze, 2013). ¿Por qué «imposible resolución satisfactoria»? Justo por pretenderse «posthumanas».
Quizá lo menos sólido de la película es que Besson trate de convencernos de que es ¡más perfecta! una Lucy ubicua y sin cuerpo, contenida en una red de discos duros, que aquella perfectamente contenida en el milagro encarnado que es Scarlett Johansson. Para decirlo sin guasa: esa Lucy posthumana tampoco es mejor que su homónima australopitecus.
Puestos a contar historias sobre las verdades últimas, dejémonos de ideologías de moda y acudamos a la sabiduría de los antiguos o la revelación de los dioses. Reconozcamos que venimos de un aliento invisible y divino, pero soplado sobre el barro húmedo de la tierra. Ni sólo tierra, ni sólo espíritu, sino polvo enamorado.
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