Construcción del Rockefeller Center (Fotografía de Charles C Ebbets, 1932). |
Partimos de la premisa de que «quizá no sabemos lo que decimos cuando hablamos de "vivir en comunidad"», pues además de que el concepto de comunidad remite a una experiencia casi olvidada, exige en nosotros unas actitudes, compromisos y renuncias que casi nos resultan inconcebibles. Para aclararnos respecto de esta cuestión, vamos a escuchar la distinción que plantea Emmanuel Mounier de hasta seis grados de vida comunitaria, con la esperanza de poder reconocer allí nuestros anhelos y también las diversas formas defectivas o insuficientes de vida colectiva a la que precipitadamente llamamos «comunidad».
Veremos en esta nota los dos primeros grados: las masas o sociedades impersonales y las sociedades del “nosotros”. Los textos de Mounier que repasaremos en esta nota pertenecen a “Revolución personalista y comunitaria” (21-362) y “Manifiesto al servicio del personalismo” (363-539), ambas en El personalismo. Antología esencial. Sígueme, Salamanca, 2002.
Grado cero de comunidad: las masas o sociedades impersonales
Mounier identifica la sociedad de masas como el grado cero de comunidad y sostiene que esa situación no es un punto de partida, sino de llegada:
«Cuando la comunidad se ha deshecho enteramente, cuando los hombres no son más que los elementos de un número, los juguetes de un conformismo» (94).Mounier está describiendo las consecuencias de la industrialización europea: la ruptura de vínculos familiares, religiosos y con la naturaleza, las grandes aglomeraciones, la fuerza de trabajo impersonal… El europeo de su época vive el mundo que refleja Chaplin en Tiempos modernos (1936), pero también se intuye otra cara de ese mismo mundo, el de la sociedad del bienestar descrita en Un mundo feliz por Aldous Huxley en 1932.
«Despersonalizada en cada uno de sus miembros, despersonalizada como un todo, la masa ofrece un régimen propio de desorden y de tiranía mezclados, exactamente la tiranía de lo anónimo» (94).La sociedad de masas es tiránica por impersonal, por anular la originalidad y la libertad de la persona, y aunque pueda ser aparentemente muy ordenada (como una gran máquina), el desorden al que se refiere Mounier remite a la esfera de lo personal, donde nada parece tener sentido, como en El castillo, de Kafka (1926) o en Homo faber, de Max Frisch (1957).
No es casual que la literatura y el cine de la época –podríamos citar muchos más títulos– ilustre con nitidez el mundo del que nos habla Mounier. Que la primera mitad del siglo XX es la época gloriosa de las masas es una idea bastante generalizada y genialmente explicada por Ortega y Gasset (La rebelión de las masas, 1929). Es, además, un acontecimiento histórico que horroriza especialmente a pensadores y artistas, es decir, a personas muy preocupadas por defender la originalidad del espíritu humano. Le cuesta, por lo tanto, a Mounier, reconocer algún valor en esta forma de vida que, sin embargo, ha sido la elegida por la mayor parte de los hombres occidentales del siglo XX.
Podríamos reconocer nosotros algunas falsas virtudes de esta forma de vida, virtudes que se afirmaron precisamente como reacción a la vida comunitaria: disfrutar de una vida anónima nos exime de muchas responsabilidades; no entablar vínculos personales profundos nos libera también de muchas obligaciones; que nuestro trabajo sea mecánico y no exija una huella personal es sin duda bastante cómodo; si las cosas siempre funcionan de la misma forma –independientemente de las personas–, nos ahorramos muchas preocupaciones e imprevistos. Todo está calculado para que funcione, y la libertad personal y la originalidad sólo pueden entorpecer el perfecto engranaje de la máquina social. Y así, un largo etcétera de falsas virtudes que todavía hoy nos resultan muy familiares.
Sin embargo, hay que reconocer, con Mounier, que esta forma pura de sociedad de masas, este grado cero de comunidad, es finalmente imposible. No podemos habitar un mundo así, y esa es la lección que nos regalan las grandes novelas distópicas escritas durante esos años. Por eso surge muy pronto, en toda sociedad de masas, la sociedad del “nosotros”.
Primeras señales de vida comunitaria: las sociedades del “nosotros”
Al otro lado del muro, esperan una señal en la cortina de la ventana, para saber que sus padres los han visto.
Foto: Henri Cartier-Bresson, El Muro de Berlín, 1958.
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Una intención definida y una vaga espiritualidad reúne a las personas y entre ellas se forma un lenguaje propio, ciertos hábitos, una liturgia.
«A veces las masas son poseídas por una violenta necesidad de autoafirmación y se transforman en lo que ya hemos llamado sociedades del nosotros. Ejemplo: un “público”, una sociedad fascista, una clase militante, un partido viviente, un “bloque” o un “frente” de batalla. Aquí vemos el primer grado de comunidad. […] El mundo del nosotros adquiere unas referencias, unas costumbres, unos entusiasmos definidos» (422).
Parece identificar Mounier, en un punto, el paso de la sociedad de masas a la sociedad de públicos tal y como es tematizada por los historiadores de la comunicación social. Es verdad que los medios de comunicación, a mediados del siglo XX, empezaron a dejar de tratar a sus receptores como pura masa (audiencia) indiferenciada y empezaron a distinguir entre públicos segmentados, targets u objetivos. Esos públicos son un «nosotros» frente a «otros».
La descripción de las sociedades del nosotros arroja cierta luz sobre las relaciones entre los usuarios de Apple y los de Android, entre los fans del Real Madrid CF y los del FC Barcelona, pero Mounier está pensando, sobre todo, en las ideologías políticas, en el racismo, en los nacionalismos y localismos, en lo que nosotros hemos explicado en varios lugares como mentalidad dialéctica.
Ahora bien, este «nosotros» que es ya cierta comunión, cierta conciencia colectiva, no es todavía un nosotros comunitario por varias razones. La primera es que «este “nosotros” violentamente afirmado» no es compromiso de la libertad personal y responsable, pues estas facciones se atribuyen para sí las victorias del conjunto, pero arrojan sobre el conjunto sus propios errores (Cf. 422). La segunda es que una verdadera comunidad tiende, por su propio dinamismo, hacia la universalidad, tiende a integrar en su seno a todas las personas. Sin embargo, estas sociedades del “nosotros” viven en buena medida del odio, el resentimiento, el sentido de exclusividad o la indiferencia respecto de «los otros».
Las sociedades del nosotros «tienen, sobre las masas sin rostro, la superioridad de una conciencia colectiva de sí misma en cuanto potencia de afirmación, frecuentemente también de reserva de abnegación mutua. Pero, nosotros lo hemos visto, el conformismo interior esclerotiza progresivamente a la voluntad colectiva» (95).
Sin duda, esa conciencia colectiva conecta con la necesidad de pertenencia y el testimonio abnegado y sacrificado resulta inspirador. La debilidad de estas formas de organización social no está tanto en lo que afirman como en lo que niegan, en su estrechez de miras y corazones, en su permanecer acantonadas, lo que disminuye y distorsiona la tensión espiritual que las anima.
Veremos, en la próxima nota, otras dos nuevas formas de vida comunitaria: "la camaradería o el compañerismo" y las “sociedades vitales”.
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