Parece que a los caballeros de la izquierda no les molesta ni la música ni el cuerpo.
Aunque no sabríamos valorar la altura de sus pensamientos.
Foto: Robert Doisneau, París, 1953.
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El desprecio a la teoría en el corazón de Europa es hoy alarmante. También lo es la separación radical entre teoría y práctica. He tratado de dar cuenta de este malentendido en Elogio de la Teoría I y Elogio de la Teoría II. Esta vez querría mostrar con un delicioso fragmento de Jorge Luis Borges que parte de esta culpa la tienen, es verdad, los filósofos.
Hay algunas formas de filosofía que se alejan tanto de la vida cotidiana que asustan. Algunas de ellas presuponen una visión del hombre demasiado espiritualizada, que desdeña lo corpóreo. La verdad es que este desprecio es tan viejo como el pensamiento y lo encontramos en los estoicos y en la filosofía oriental, hace ya más de 2000 años. Incluso en el corazón de la Europa cristiana, cuya fe descansa en un Dios que se hace carne, los platónicos tuvieron su peso, apareció Descartes y todo el idealismo y racionalismo posterior. De este espiritualismo se hace eco, con una ironía maravillosa, el genial Jorge Luis Borges. Y es que en este asunto cabe más la ironía que el sarcasmo o la burla, porque los castillos intelectuales, que tanto gustaban a Borges, son también una aventura vital, literaria, mística.
«A: Distraídos en razonar la inmortalidad, habíamos dejado que anocheciera sin encender la lámpara. No nos veíamos las caras. Con una indiferencia y una dulzura más convincentes que el fervor, la voz de Macedonio Fernández repetía que el alma es inmortal. Me aseguraba que la muerte del cuerpo es del todo insignificante y que morirse tiene que ser el hecho más nulo que puede sucederle a un hombre. Yo jugaba con la navaja de Macedonio; la abría y la cerraba. Un acordeón vecino despachaba infinitamente la Cumparsita, esa pamplina consternada que les gusta a muchas personas, porque les mintieron que es vieja... Yo le propuse a Macedonio que nos suicidáramos, para discutir sin estorbo.
Z (burlón): Pero sospecho que al final no se resolvieron.
A (ya en plena mística): Francamente no recuerdo si esa noche nos suicidamos».
Fragmento de El Hacedor, de Jorge Luis Borges.
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