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martes, 18 de agosto de 2015

La historia que esconden las piedras

¿Qué historia cuentan las piedras de este collar? Moulin Rouge (Baz Luhrmann, 2001).
«Las piedras preciosas no sólo tienen quilates y leyendas, también tienen historia», enseña Gregorio Marañón (Rapsodia de las esmeraldas). Y murió al poco de advertirnos del peligro de dejarnos atrapar no por la historia, sino por la posesión de las piedras más hermosas de todas: las esmeraldas de Zobeida. Pues si algunas piedras pueden salvar vidas, otras pueden comprar almas.

Las piedras estaban aquí antes de que llegáramos nosotros. Pero no son orgullosas. Y su magia –incluso su magia negra– no es culpa de ellas. Si las escuchas el tiempo suficiente te dirán que nos estaban esperando. «¿Para qué?», les pregunté abiertamente alguna una vez. Pero ante un examen tan directo, enmudecen.

Estudiar su historia nos revela muchas cosas. En primer lugar: están vivas. No, no sólo porque digo que nos hablan, pues tal vez es otro quien nos habla en ellas. Digo que están vivas en el sentido filosófico y biológico de la expresión. Quienes se dedican a estudiar las fronteras de la vida saben perfectamente distinguir entre piedras, plantas, animales y personas. Pero el dinamismo de eso que llamamos vida (empezar a ser lo que se es, desarrollarse, reproducirse y dejar de ser lo que se es) parece encontrarse también entre las piedras. «¿Tienen un dinamismo interior, automotor?», «¿Es muy distinto al de las plantas?» Se preguntan quienes viven de tratar de responder a estas cosas.

Llamamos a las piedras «seres inertes» porque son pacientes. No tienen prisa. Parece que todo les da igual, pero no es cierto. Ríen y lloran. Alguna vez nacieron, hibernan durante siglos, y siempre cambian. Algunas de ellas, como el cuarzo y los diamantes, después de millones de años de presión, oscuridad, altas temperaturas y silencio, cristalizan. Algunas de ellas mutan con sólo escuchar nuestras palabras.

En segundo lugar, son abiertas, capaces de asimilar a otras y de transformarse. Cuando el cuarzo se llena de lo que los científicos puristas llaman «impurezas», se transforma en citrino, jacinto de Compostela, amatista o en muchas otras joyas. Cuando el cuarzo recibe mucho calor brilla con luz propia. Superman supo hacerse un hogar de cuarzo, y no dudó en presionar y calentar carbono con sus superpoderes hasta poder regalar un diamante a su amada. Otros han seguido su camino, pero hasta los joyeros distinguen los naturales de los fabricados. Y la historia que unos y otros cuentan es muy distinta.

En tercer lugar, son muy observadoras y tienen buena memoria. No ven a mucha distancia, pero atienden sin descanso a todo lo que tienen cerca. No registran todo, sólo lo que su memoria selecciona y guarda orgánicamente, sin esfuerzos artificiales, sin pretensiones inútiles. Conservan sólo lo esencial, nada más, nada menos. Por eso no son eruditas –como tantas tortugas antipáticas–, sino sabias. No por listas. No por rápidas. Ni siquiera por quedarse junto con los que saben –¡no eligen de quién rodearse! –.Son sabias porque observan, escuchan, conservan lo esencial y lo ordenan como dicta la propia naturaleza.

Muchas veces les he preguntado por qué no toman la iniciativa. Un eco me devuelven, creo que entre risas: «Aquella que desecharon los arquitectos». Hablan de una piedra muy antigua, anterior a todas las otras piedras. A veces tengo la impresión de que quieren hablarnos más alto y más claro. A veces tengo la impresión de que quieren resucitar entre nosotros no como las joyas de Zobeida, sino como otras hermanas suyas que, unas sobre otras, crean hogares y templos, espacios de encuentro entre el cielo y la tierra, los dioses y los hombres, los cuatro elementos naturales y las innumerables realidades espirituales.

Si escucháramos mejor las historias que custodian las piedras, menos hombres habrían muerto por un puñado de ellas, y muchos más las habrían custodiado y pulido para edificar ese lugar donde la vida se ensancha.

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Este artículo pertenece a la serie #TúTambién y fue publicado originalmente en LaSemana.es.

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