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lunes, 13 de julio de 2015

Dar clase con la boca cerrada (y sin usar super-poderes)

Patrick Stewart es Charles Xavier en X-Men (Bryan Singer, 2000). 
El profesor Xavier puede controlar la mente de sus alumnos, pero renuncia a hacerlo. ¿Por qué?

Don Finkel dedicó su vida a la docencia universitaria. Escribió una última obra en la que, poco antes de morir, relata sus experiencias y criterios docentes. Es un testimonio interesante, además de una reflexión y propuesta metodológica aprovechable. El libro está dedicado a su esposa y a sus cuatro hijos y el tono es radical al tiempo que moderado. Radical en su propuesta, moderado en su carácter. El título es todo un desafío: Dar clase con la boca cerrada, y no es una metáfora. La obra está prologada por Ken Bain, autor de Lo que hacen los mejores profesores universitarios, libro que rescatamos de vez en cuando para este blog.

La propuesta de Finkel consiste en «dejar que hablen otros»: los libros, los estudiantes, los colegas, etc. El papel del profesor consiste en escoger una gran obra, ponerla en manos de los alumnos, dejar que éstos descubran las preguntas de fondo, dejar que las respondan, intervenir lo justo para que el debate no se salga de quicio y dar las respuestas justas, sólo cuando se tiene la seguridad de que los alumnos no podrán responderlas y después de que ellos hayan ensayado las respuestas que llevan dentro. El reto jamás es solucionar el libro pues si es un libro grande sus misterios son eso, misterios, y no tienen solución. Sencillamente, esos libros nos iluminan, nos descubren cosas, enmiendan o fecundan nuestra vida, nos despiertan del sueño cotidiano.

El fundamento de la propuesta es que el criterio de autoridad no es suficiente. Asumir el criterio de autoridad sin recorrer el camino puede servir a muchos, pero no a quien tiene vocación universitaria. Éste último debe alcanzar los descubrimientos por sí mismo, debe aprender a aprender, no memorizar cosas. Al aprender a aprender, al encarnar en nosotros el camino de la respuesta, no sólo no olvidamos nuestras conclusiones, sino que somos capaces de rehacer ese camino siempre que sea conveniente, formulando nuevas preguntas y respuestas sensatas ante nuevas situaciones. Es decir, somos capaces de creatividad, de innovación, algo que no es posible cuando aceptamos pasivamente el criterio de autoridad.

El fundamento es verdaderamente revolucionario. Supone aceptar que el tribunal de la verdad es la recta razón, la propia conciencia. Supone aceptar que incluso las personas sin formación, ignorantes, incluso los esclavos, son capaces de descubrir la verdad sólo ofreciéndoles algunas pistas o claves adecuadas. A quien inventara un método así, capaz de hacer pensar a los jóvenes por sí mismos, de proponer que se rebelen contra la autoridad establecida si la consideraban injusta o equivocada, habría que asesinarle. Así hizo la Atenas de hace 2500 años con el inventor de esta intuición: Sócrates.

Portada del libro.
La propuesta «dejar que hablen los libros» es también original, pero en absoluto nueva. Nada más lejos de ella que las llamadas «nuevas metodologías docentes», que responden más al formato del taller que al del seminario de lectura. Que el protagonista sea el saber, que lo sean los grandes libros y no el profesor, es verdaderamente original. El valor del formador pasa a ser el de acercar el saber (no el de venderse como sabio), y el de testimoniar gran humildad, sencillez, capacidad de silencio y escucha, admiración ante los grandes textos. Leyendo a Finkel uno piensa que haría falta crear una institución dedicada a esta tarea, si no fuera porque fue inventada hace 900 años bajo el nombre de Universidad. Dejar que hablen los libros es lo que proponía Bernardo de Chartres cuando decía aquello de «Somos enanos encaramados a hombros de gigantes».

El único pero que puedo ponerle a la obra de Finkel ya lo formulé –discúlpame la ironía– y consiste en que cree haber descubierto algo que lleva siglos inventado. Y que así lo crea alguien que ha dedicado su vida a reflexionar sobre metodología docente tiene guasa. Viene a demostrar el provincianismo temporal en el que anda metido el mundo de la pedagogía. Finkel menosprecia la lección magistral (que él visualiza como un profesor sabio hablando brillantemente a sus alumnos), porque así la ha conocido. Sin embargo, toda su obra es un canto a la lección magistral (a la lectura de un maestro) tal y como la inventaron los maestros medievales (inspirados en la lectura de la Palabra de los cristianos y hebreos).

Gracias a Dios, ni los medievales ni Sócrates andaban preocupados por cosas como la propiedad intelectual, así que estarían muy contentos de que hiciéramos lo que ellos proponían, aunque digamos que lo hemos inventado nosotros. Cuando buscamos despertar el hambre de saber y alimentar el espíritu en vez de preocuparnos por colgarnos medallas, nuestra brújula apunta sin duda hacia ese lugar donde la vida se ensancha.

Este artículo fue publicado originalmente en LaSemana.es y pertenece a la serie #TúTambién.

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