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jueves, 23 de julio de 2015

Cormac McCarthy: lo esencial en la carretera

Fotograma de la película La carretera (The RoadJohn Hillcoat, 2009), protagonizada por Viggo Mortensen.
«Retirado en la paz de estos desiertos
con pocos, pero doctos, libros juntos
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos».

Así empieza el soneto que escribió Quevedo a su editor desde la torre que era a un tiempo refugio y destierro. En otros géneros, sería imprudente no leer a autores vivos pero en Literatura suelo seguir la máxima de Quevedo: «pocos, doctos y difuntos». Tenemos poco tiempo para leer, así que conviene acertar y la mejor criba la ofrece el paso de los siglos.

Mi consejo llevó a mi buen amigo Juan Pablo Serra a retomar la lectura de algunos clásicos y pronto me comunicó su alegría por haberse encontrado con la genial San Manuel Bueno Mártir, de Unamuno. Me recomendó, contra mi máxima, que leyera a un autor vivo. «Si te sirve de aliciente, te diré que el autor tiene 77 años». Humor negro. Hablaba de Cormac McCarthy y su breve La carretera (The Road, 2006) Luego llegó la película, pero leí primero el libro, definitivamente mejor.

No sabemos mucho del mundo que nos presenta el autor. Sabemos que es el nuestro, en un futuro no muy lejano. Sabemos que algo terrible ha pasado, que nos hemos cargado el planeta y el sistema de convivencia y que el mundo se divide en dos: quienes buscan sobrevivir con dignidad y quienes quieren hacerlo a cualquier precio. Los protagonistas, padre e hijo, son de los primeros. Van hacia el sur. Portan el fuego. Son de los buenos.

Cuando todas las seguridades materiales han desaparecido, nos quedan sólo las importantes, las invisibles y eternas que nos mantienen vivos, en ese vínculo orientador que llamamos camino, o carretera. Por su ausencia, echamos de menos la naturaleza: la luz de la luna y del sol, el olor de las flores, el verde del bosque, el sabor del agua cristalina, los frutos del campo… Echamos de menos el orden social y la seguridad jurídica. Incluso echamos de menos la buena literatura (¿Qué libros salvaríamos, siguiendo la máxima de Quevedo?). Y, porque es lo único que nos queda, porque el ruido del mundo ha callado para siempre, volvemos a descubrir lo importante. Los misterios que hacen del hombre, hombre; aunque sean tan discretos que tendemos a olvidarlos. La inocencia. Ser padre. Ser hijo. La familia y la comunidad humana. La confianza.

Son muchas las historias que nos ayudan a madurar sobre estas cuestiones. Esta novela no es original, en ese sentido. Pero sí lo es el modo en que nos ayuda a echarlas de menos. Sin falsos moralismos ideológicos. Sin lecciones. Directa al corazón y a sus ausencias. Acierta al escoger qué hacernos echar de menos: justo aquello por lo que el primer mundo no es capaz de luchar. Su estilo, gramática y sintaxis son arriesgados y lúcidos. Y a pesar del pesimismo general que podría mostrarnos el tono de la obra, no ha olvidado lo que algunas distopías pesimistas no supieron rescatar: que allí donde el amor por el hombre y el respeto por nuestro mundo no se han perdido, la comunidad humana puede reconstruir ese lugar donde la vida se ensancha.

Este artículo fue publicado originalmente en LaSemana.es y pertenece a la serie #TúTambién.

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