"Examen de la verdad", 1º de Comunicación Audiovisual, junio de 2015. |
La pregunta por «la verdad» ha sido uno de los temas más controvertidos en el último siglo. En general, el pensamiento postmoderno acusó a los defensores de la verdad de cierto afán totalitario, pues a la verdad le añaden inmediatamente el calificativo de «absoluta» y su consecuencia inevitable: su «imposición». La razón es clara: las guerras de religiones y las guerras mundiales que asolaron el corazón de Europa se hicieron en nombre de «la verdad», entendida ésta como una idea que se nos impone inevitablemente.
El lema de la Ilustración, «Todo para el pueblo, pero sin el pueblo», refleja bien esa mentalidad paternalista de que unos pocos intelectuales piensan qué es «la verdad», lo inyectan en la masa social –el sistema educativo y los medios de comunicación como panacea que resuelve todos los males– y, de esa forma, gracias a la obediencia de la masa, se instaura el orden social perfecto sobre la tierra. He aquí la mentalidad que germinó en los totalitarismos, hoy desprestigiados, pero que tuvieron millones de defensores –entre los grandes intelectuales y entre la gente de a pie– a principios del siglo XX. «La verdad» –la constitución de una verdad oficial, lo que hoy llamamos despectivamente ideología– es el reto fundamental de cualquier gobierno totalitario.
Curiosamente, es ese ejercicio de manipulación de la verdad –de que «una mentira repetida mil veces se convierte en verdad» (atribuida a Göbbles)– el que revela que la cuestión de la verdad es algo ineludible para el ser humano. Todos necesitamos de la verdad –o de la apariencia de verdad– tanto para sobrevivir en este mundo –es verdad que puedo comer esto sin envenenarme; o que debo operarme de esto otro– como para dar sentido a nuestra vida –es verdad que esta opción política, que estos estudios, que este trabajo, que esta persona… es lo mejor para mi vida–.
El debate intelectual en torno a la posibilidad de conocer la verdad regresa cada cierto tiempo en la historia de Europa, pero lo hace más por cuestiones morales –frente al abuso de la noción de «verdad», frente a la soberbia de quien sostiene «tener la verdad» o como pérdida de confianza o sentimiento de traición– que por razones intelectuales. Al final –se resuelva en horas o en siglos–, el debate intelectual siempre lo ganan los defensores de la verdad por la sencilla razón de que sin presuponer el conocimiento de alguna verdad ni siquiera se puede empezar a pensar.
Es interesante repasar la literatura de Ciencias Sociales de la segunda mitad del siglo XX –basta con leer las introducciones– para darnos cuenta del aprieto por el que pasan los científicos sociales para decir con la boca chica que lo que sostienen en sus trabajos «es verdad», o para decir, sencillamente, que su labor intelectual no puede frenarse a la espera de que los teóricos de conocimiento resuelvan esa cuestión. Parece que tuvieran miedo de ser tachados por la propia comunidad científica de «dogmáticos ingenuos». A veces, uno no sabe si tiene sentido seguir leyendo el libro, salvo que renunciemos a encontrar allí alguna verdad sólida y nos consagremos a la lectura con una actitud similar a como leemos un best-seller: capricho intelectual o lectura inspiradora para comentar en las tertulias culturales.
Pienso ahora que quizá fuera esta la razón por la que dediqué mi primer artículo académico a la cuestión de la verdad pues ¿qué sentido tenía dedicarse a la investigación si mis conclusiones no iban a ser más sólidas después de un gran esfuerzo personal que antes de consagrarme a él?
Quizá el argumento más sutil desarrollado en el siglo XX por los defensores de la verdad ha consistido en esa feliz expresión que da la vuelta a la tortilla: «la dictadura del relativismo» (explicada en el enlace por Jaime Nubiola).
A los jóvenes que hoy llegan a la universidad les queda lejos la experiencia europea del siglo XX y también los juegos intelectuales para desacreditar la verdad. No sabría decir si son demasiado idealistas –el escéptico suele ser un desencantado–, demasiado pragmáticos –no hay nada más práctico que un criterio firme al que podamos atenernos con seguridad– o, incluso, demasiado confiados –no son ellos, precisamente, los más interesados en las secretas conspiraciones de Google y Facebook para dominar el mundo–.
En la asignatura de “Introducción a los Estudios Universitarios” abordo estas cuestiones con mis alumnos y cada año (desde 2004 hasta hoy), el tema de la verdad resulta más atractivo para ellos. Seguramente algo he mejorado como profesor, pero se debe también a que ellos afrontan esa cuestión con mayor distancia que sus mayores. Lo que escribieron en la pizarra justo antes de la realización del “Examen de la verdad” –un examen sobre las posibilidades y límites de la razón– expresa la frescura sobre la que hablamos sobre este tema y también cómo, en el lenguaje popular, se manifiesta que la cuestión de la verdad es ineludible, sorprendente y exigente no ya desde un punto de vista teórico, sino para nuestra vida cotidiana.
La primera frase, «La barba de Chema no puede ser VERDAD» –cuestión que pasará a la historia de la Teoría del Conocimiento como la refutación por la barba de Chema– manifiesta la sorpresa que experimentamos ante la superación de un prejuicio, en este caso, el prejuicio de que no pueda existir «de verdad» algo mucho más grande y maravilloso de lo que somos capaces de imaginar. A esta experiencia de admiración, que asciende de la barba particular a la Belleza perfecta de la que participan en mayor o menor grado todas las barbas, debemos algunas de las páginas más hermosas de la Filosofía. Véase, por ejemplo, el diálogo entre Sócrates y Diotima reproducido en El Banquete de Platón.
La segunda frase es: «La verdad, la verdad es... pues… la verdad es que NO HE ESTUDIAO». Esta confesión del alumno expone luminosamente una de las motivaciones (morales) por las que negamos la existencia de la verdad: que, a veces, no queremos afrontarla porque es dolorosa y porque tiene consecuencias. Por eso mismo, la frase nos habla de la relación entre la verdad y el bien, puesto que la única forma de «eludir» las consecuencias de esa verdad sería tratar de negársela al mundo cometiendo un mal y una falsificación: copiar en el examen y hacer creer al profesor –y, por extensión, a la sociedad– que he aprendido lo que «en verdad» no he aprendido. Sólo en el reconocimiento de esa verdad, alumno y profesor pueden seguir mirándose a los ojos para rectificar y construir juntos un futuro mejor para todos.
Una alumna venida de tierras y lenguas lejanas me preguntó, durante el examen, qué significaba «ineludible» en el enunciado: «¿En qué sentido es ineludible la pregunta por la verdad para el ser humano?» Ante mi respuesta: «Que no te puedes librar o escapar de enfrentarte a eso», lejos de sentirse aplastada por una imposición, se sintió fascinada ante la idea de medirse con un asunto al menos tan grande, misterioso y firme –si no más– que su propia vida.
Sólo desde esa perspectiva la cuestión de la verdad, el examen sobre la verdad, y el ejercicio de examinar nuestra propia vida, se torna algo apasionante. Pero claro, así entendida, la verdad no es una estrecha ideología, ni un contenido de conciencia, ni una imposición externa. La verdad es, más bien, esa intimidad del corazón y la conciencia con el mundo, esa fuerza que nos constituye en quienes somos, ese lugar en el que asentar y fecundar nuestra libertad, esa comunión en la que los hombres superamos nuestros prejuicios y en la que compartimos, confiados, nuestros descubrimientos particulares.
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