Retrato de don Miguel de Unamuno, Repositorio Documental de la Universidad de Salamanca.
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Escribí recientemente sobre el delicioso aunque tímido ensayo Mal de escuela, en el que Daniel Pennac disertaba durante un buen puñado de páginas para atreverse a decir, finalmente, que en esto de la enseñanza, en esto de lograr el milagro de que un chiquillo perdido llegue a ser un adulto maduro y libre, más que una buena preparación el profesor necesita amar a sus alumnos.
Más de 100 años antes de que Pennac escribiera sus errabundas reflexiones, nuestro genial Miguel de Unamuno publicó su novela Amor y pedagogía. En ella, pretendía burlarse de quienes ya entonces idolatraban el positivismo aplicado a la sociología y a la pedagogía. Unamuno consideraba una verdadera amenaza a quienes creían que los medios para la felicidad social y la educación perfecta de los niños podían determinarse mediante la aplicación de leyes, procesos y herramientas que los profesores debían ejecutar como máquinas perfectas, funcionarios-operarios. Más o menos la mentalidad que inspira nuestras últimas leyes sobre educación, así como las diversas directrices de la Unión Europea sobre la aplicación del paradigma del Aprendizaje Basado en Competencias en todos los niveles de educación y en todas las instituciones educativas.
Apolodoro, ese hijo concebido y educado conforme al plan para crear un genio -según los métodos de su científico padre, Avito Carrascal-, termina por suicidarse. Si ya en 1902 Unamuno denunciaba estas modas pedagógicas y políticas, que desembocarían poco después en los grandes totalitarismos del siglo XX -nazismo, fascismo y comunismo soviético, todos muy científicos-, el autor se mostró aún más consternado al escribir su prólogo para la segunda edición, en 1934.
En 1934 el plan de la II República era generar «buenos ciudadanos» con su pedagogía en las aulas públicas, pero también con su demagogía en la redacción de la misma constitución. Sí, demagogía con tilde en la í, insistía Unamuno, para resaltar el paralelismo con la pedagogía:
«Avito Carrascal quiso de su hijo, mediante la pedagogía, hacer un genio, y nosotros queremos hacer, mediante la demagogía, de nuestros hijos, y lo que es peor, de los hijos de nuestros prójimos, de sus padres naturales y espirituales, unos ciudadanos. […] El niño es del Estado, y debe ser entregado a los pedagogos -demagogos- oficiales del Estado, a los de la escuela única. […] ¿Qué es eso de los derechos de los padres? Santo Tomás de Aquino enseñaba que no hay derecho a bautizar a un niño contra la voluntad de sus padres […] pues ante todo está la libertad de conciencia de los padres […] y aún hay quien ha propuesto, aquí en España, establecer por cuenta del Estado la pedagogía socialista».A alguno le recordará esta pretensión de la II República a los últimos gobiernos españoles, a la implantación de Educación para la Ciudadanía y a las directrices sobre educación de la Unión Europea. El Estado ya no necesita imponer por decreto lo que ha conseguido de hecho con sus reformas educativas: que no se lea a Unamuno en las aulas, ni se lea Un mundo feliz (Aldous Huxley), ni 1984 (George Orwell), no sea que algún alumno perciba que esta idea de que es el Estado quien debe decidir en qué y cómo se educa es peligrosa y atenta contra la conciencia de padres e hijos.
Contra lo que dicta la política europea de los últimos siglos –pues esta violencia europea contra el principio de subsidiariedad es habitual desde la revolución francesa–, será el amor de persona a persona, y no las leyes ni la pedagogía, el que edifique en las aulas y entre los hombres ese lugar donde la vida se ensancha.
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Este artículo pertenece a la serie Tú también y fue publicado originalmente en LaSemana.es.
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