Principiteando en el examen de la vida, 1º de Periodismo, Universidad Francisco de Vitoria, febrero de 2015. |
El tema de los exámenes escritos es una de las patatas calientes en el debate de la pedagogía contemporánea. He cursado varias formaciones sobre evaluación impartidas por reconocidos pedagogos en que se identificaban los exámenes escritos con el tecnicismo vacío de «prueba escrita de contenidos». Para estos pedagogos los exámenes escritos no tienen sentido, porque consisten en volcar información memorizada mecánicamente y, además, generan un estrés y una tensión en los alumnos que es contraproducente. Yo asentía con cara de pasmarote, mientras trataba de recordar si alguna vez, en mi vida de estudiante universitario, yo había sufrido alguna prueba escrita de contenidos que se pareciera a lo que me decían. La verdad es que recuerdo alguna, pero, sinceramente, muy pocas. Y, desde luego, no recuerdo haber vivido ningún examen –ni ningún suspenso– como algo traumático, ni me dejé reducir nunca en esos exámenes a mero reproductor de contenidos.
Ese análisis de los expertos en pedagogía me pareció siempre muy simplón, desde el modo en que miran los ejercicios escritos (los lastres que el positivismo y la teoría matemática de la información imponen a la Pedagogía) hasta el modo de confundir el diagnóstico. Si buena parte de los jóvenes de 18 sufren crisis nerviosas por enfrentarse a un examen, algo mucho más básico está fallando, y corregir con rotus verdes en vez de rojos, o suprimir los exámenes escritos es mirar hacia otro lado.
Tanto en mi etapa de estudiante como en la actual de profesor, yo siempre entendí y viví los exámenes de otra manera, y nunca se me hubiera ocurrido llamarlos prueba escrita de contenidos, sino más bien ensayos, análisis de textos, análisis y comparación de conceptos, ejercicios de aplicación de conceptos, análisis de casos, relatos, esquemas, mapas mentales, resolución de problemas, preguntas de respuesta corta, etc. En esos ejercicios los contenidos y la memoria son imprescindibles -como lo son en todos los órdenes de la vida-, pero no suficientes. Es más importante lo que hacemos con esos contenidos -de forma que arrojan o no luz sobre las realidades que realmente estudiamos- y, todavía más, lo que las preguntas del examen y nuestro modo de responderlas hace con nosotros, si es que realmente nos enfrentamos a los exámenes desde nuestra verdadera altura y entereza humana. Otra cosa bien distinta es que muchos profesores no les permitan hacer eso a sus alumnos. O que ni siquiera sepan explicarles esto.
El abismo entre mi experiencia y el discurso pedagógico oficial me llevó a plantear a mis alumnos de “Introducción a los estudios universitarios” un ejercicio. Esa asignatura tiene como objetivo “introducir a los alumnos en la cultura universitaria”. Para todos aquellos a los que no han sabido explicarles qué significa “teoría”, me detengo unos segundos para subrayar que “introducción” no significa aquí “un barniz inicial”, sino “introducirse, adentrarse, meterse dentro de algo”; y diré también que “cultura universitaria” no hace referencia a “un conjunto de contenidos sistemáticamente ordenados”, sino “a la vida, al ambiente, al conjunto de ideales, creencias, hábitos, tareas y experiencias” que se respiran en una universidad que merezca tal nombre. Para hacer presentes todas esas realidades suele ser útil de vez en cuando hablar de ellas, hacerlas presentes con nuestro discurso y testimonio, lo que antes llamábamos impartir una “lección magistral”, que es algo muy distinto de lo que los pedagogos actuales llaman “transmitir contenidos de forma oral”.
El ejercicio que propuse a mis alumnos consistía en hacer un examen. “¿Y qué entra, profesor?”, me preguntaron, en referencia a los “contenidos”. Y respondí: “Todo lo que habéis aprendido no sólo en esta y otras asignaturas, sino en vuestra experiencia como universitarios desde el primer día de clase hasta después de los exámenes finales del primer semestre”. Después de cierta incomodidad inicial, pillaron perfectamente la indirecta: los exámenes no son “pruebas escritas de contenidos previamente dictados por un profesor”. Así que hicieron memoria del corazón (que no es lo mismo que repetir mecánicamente algo) para recordar qué es lo más significativo que habían aprendido, para volver sobre eso y profundizar más. También hicieron memoria del corazón para recordar qué no entendieron, qué creyeron entender y resultó que no, qué frutos han logrado, qué ha salido mal… para repasar así su propia historia, volver sobre sus propios pasos, e insistir (que no es lo mismo que repetir) en aquello en que debían mejorar.
El día del examen se encontraron con esta pregunta: “Ante ti, este examen. ¿Qué sentido tienen los exámenes escritos en la universidad?”. Os dejo con algunas de sus respuestas. Quizá sea importante subrayar que la pregunta no responde a ningún contenido de la asignatura previamente explicado, aunque sí a una metodología de análisis de la realidad practicada en clase con la lectura y el comentario pormenorizados –unas 12 horas de clase y otras seis de trabajo autónomo– de El Principito. A ese ejercicio le llamamos cariñosamente principitear. Y así principiteraron mis alumnos:
«Los exámenes en la universidad me han sorprendido en el buen sentido. Nunca llegué a comprender los exámenes del colegio, en los que te limitas a memorizar los conocimientos. Pero, en la universidad, son un método que te obliga a asumir y comprender los conceptos y a formar tus propias ideas, de forma que el examen es siempre un ejercicio personal».
«Se trata de ir más allá de las palabras que explican las teorías; de descubrir el sentido que encierran esas teorías para tu propia vida y tu profesión».
«Los exámenes son una prueba para valorar el aprendizaje del alumno; pero son también un feedback que pone nota a la capacidad de enseñar del profesor».
«En un examen pones en juego no sólo contenidos, sino tu inteligencia, tu sensibilidad, tu afán por buscar la verdad, tu fuerza de voluntad… y todo esto que parece complejo, se encuentra en un examen. Es gratificante saber que no te limitas a volcar contenidos memorizados».
«Una persona que se enfrente al examen buscando sólo la nota, ¿habrá crecido como persona? Una persona que busca aprender y hasta encontrarse a sí mismo en cada asignatura y en el examen, también tendrá que estudiar, pero el resultado será distinto».
«En un examen no se trata sólo de ver lo que te preguntan, sino de mirar más allá de lo escrito. El examen comienza el primer día de clase».
«El examen sirve para ejercitar la memoria, esa facultad humana de recordar no sólo contenidos, sino lo que hemos visto, oído, sentido… como también generar una buena síntesis de saberes, dando más prioridad a lo importante, sin descuidar el resto de apartados a tener en cuenta para realizar un buen ejercicio […] y para conocernos más interiormente, elaborando una crítica, posicionándonos sobre aquello sobre lo que nos preguntan».
«La mayoría de los alumnos no ven sentido alguno a los exámenes actualmente, "medir conocimientos" no les parece la expresión adecuada, pues siempre entra algo que no sabían; y muchas otras cosas que saben, no. Pero, en mi opinión, este es un pensamiento típico de primaria y de secundaria, donde el objetivo de los alumnos es memorizarlo todo y soltarlo el día del examen. El aprender no importa si se logra el aprobado. En la universidad el sentido es distinto. Debemos enfrentarnos a ellos con ganas, tomándolos como una oportunidad de aprender qué nos cuesta más y qué nos sale sin dificultad. Los universitarios tienen que dejar de ver los exámenes como pequeñas torturas, tienen que dejar de calcular las preguntas que "se saben" y son suficientes para alcanzar la nota deseada. Debemos ver los exámenes como una oportunidad probarnos a nosotros mismos y reforzar los conocimientos que poseemos. Debemos verlos como un peldaño más en la escalera de nuestras vidas».
«[Mediante un examen, el alumno puede] descubrir lo que esconde una materia y puede posicionarse ante ella poniendo en juego todo su ser. De esta forma, el examen se convierte en una herramienta innovadora, creativa y útil, implicando mucho más que el mero hecho de volcar un contenido».
«Debemos enfrentarnos al examen recordando los distintos puntos de vista aprendidos para completarlos y relacionarnos en nuestro cerebro, y así ofrecer respuestas personales, convertirnos en estudiantes carismáticos al abordar un ejercicio intelectual […] de tal manera que alcancemos un punto de inflexión que haga de nosotros unos artistas [frente a los exámenes] a mucha honra».
«El mundo de hoy –como, en general, todos los mundos– pretende engañarnos. Este mundo camufla lo urgente como importante. Y nosotros, cual necios, caemos siempre en su trampa […] Los minutos inmediatamente anteriores a un examen son minutos de gritos desesperados, de lágrimas, de nervios… "¡Voy a suspender!" […] Estos gritos reflejan el triunfo de lo útil, de lo superficial. Reflejan el fracaso de lo trascendente. De este modo, pueden concebirse los exámenes en dos niveles, estrechamente relacionados y, a la vez, separados por un abismal océano. En el primero, el examen es un folio con preguntas en el que hemos de vomitar palabras que antes, con escasa fruición, hemos engullido, con el simple fin de conseguir un título […] En el segundo nivel, el examen se considera como una oportunidad de seguir cultivando el pensamiento, una oportunidad para ser de verdad, no sólo en apariencia, hombres. Claro está que el primer nivel es indispensable, pero reducirlo todo a eso nos convierte en seres planos, superficiales, banales».
«Cuando descubrimos que el examen no consiste sólo en volcar contenidos, sino que es un ejercicio personal, algo propio, nos parece razonable que, por ejemplo, no se deba copiar al del lado, porque, si bien a corto plazo proporciona beneficios, a largo plazo no nos lleva a la búsqueda de la verdad y la reflexión, sino que nos convertimos en "copistas" de las ideas de otros».
«Desde hace aproximadamente cuatro meses los exámenes han dejado de ser algo traumático. […] Poco a poco empiezo a entender por qué me sucedía eso. En la universidad los exámenes tienen otro sentido. […] Este examen nos entrena para descubrir el sentido que tiene para nosotros, los periodistas, estudiar para ver la realidad como algo que va más allá de las cosas que pasan, ejerciendo una labor intelectual mucho más bonita que sólo leer o escribir una noticia; ejercer un papel que incide en el mundo en el que vivimos, para movilizarnos y movilizar a otros para encontrar juntos una versión mejor». «Antiguamente los exámenes se mostraban como una prueba de vida; hoy, muchos exámenes se limitan a medir la capacidad de memorizar […] Hemos perdido la capacidad de preguntarnos el porqué de examinarnos […] Nos enfrentamos al examen sólo desde el miedo y la desconfianza».
«A medida que crecemos, nuestra libertad para escoger aquello que estudiamos aumenta, y los exámenes dejan de ser solo pruebas para evaluar conocimientos impuestos desde fuera y empiezan a ser una herramienta de autoevaluación; un método para descubrir si mi actitud, mi capacidad intelectual y mi voluntad para trabajar han estado a la altura de la responsabilidad que he adquirido al elegir unos estudios determinados [… En el origen de la Universidad] el contenido estaba por encima de la forma; existía pasión e interés por el saber, no por su evaluación. [… Hoy] los tiempos de la burocracia y el control llenan de formalismos cada rincón del saber».
Esta es una selección de lo que mis alumnos de 1º de Periodismo son capaces de decir y pensar sobre los exámenes. Así se han posicionado personalmente y por escrito respecto de ellos y ante un profesor. Ante un profesor al que, después de un tanteo que duró ciertamente algunas semanas de clase, no temen. Según arranca el curso, siempre hay algún: «Profesor, ¿y si pensamos de forma distinta a como piensa usted?» A lo que siguen respuestas del tipo: «Cada uno es responsable de lo que piensa y de por qué lo piensa; así que argumentad bien vuestras respuestas, poned ejemplos, citad -sobre todo- fuentes trabajadas en clase, para mostrar que, estando o no de acuerdo con ellas, habéis entendido bien lo que quieren decir, y usad libremente otras fuentes que consideréis relevantes aunque no las trabajáramos en clase. Y, por último, pensad en las conclusiones que se derivan a partir de lo que vais a defender».
A veces, algunos alumnos, logran integrar todo esto; otras, algunos, no lo logran en absoluto; y en medio hay una inmensa gama de claroscuros. A veces es fácil reconocer si lo logran o no y otras veces debo invertir mucho tiempo en atender a uno solo de sus ejercicios. A veces, la fragilidad psicológica de algunos alumnos, que responde más a factores culturales, sociales y familiares que a sus propias limitaciones, genera situaciones dramáticas, en las que me siento responsable de acompañarles, tarea que considero un privilegio. Pero ni el tiempo invertido, ni el miedo a tener que discutir durante horas la nota con un alumno, ni la impostora vergüenza de tener que darle la razón cuando el que se equivoca soy yo –cosa perfectamente posible–, ni el acompañar a un alumno que sufre porque no encuentra fuerzas para superar algunos obstáculos, van a lograr que yo empiece a tratar a mis alumnos como meros reproductores de contenidos memorizados.
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