- Explorar hasta qué punto la mentalidad dialéctica, centrada en el conflicto, es la mentalidad dominante –en muchos casos de modo inconsciente– en la cultura occidental contemporánea.
- Incidir en que la lucha contra la corrupción, que ahora nos preocupa tanto, no es una batalla contra un estamento concreto (la casta, los políticos, los banqueros), sino contra una mentalidad que anida en el corazón del hombre contemporáneo.
- Proponer una mentalidad alternativa, que llamo dialógica, que no sólo es más auténtica, sino también más práctica, constructiva y creativa.
La historia empieza en un aula de enseñanza media. De un vistazo es fácil distinguir en ella dos roles o papeles muy distintos: el primero es el de profesor, ejercido por una sola persona. El otro es el de alumno, ejercido por 25 adolescentes. Entre estos últimos, si nos fijamos bien y escuchamos sus conversaciones, hay como pequeños sub-roles, etiquetas, casi como profecías auto-cumplidas, que a quien las sufre le hacen más o menos gracia: el payaso, calculín, el abusón, la chupap*ll*s, el chulo… En cualquier caso, por mal que estén las cosas, todos saben que ellos son alumnos y pertenecen la misma casta, a la que desde luego no pertenece el profesor, que tiene otros intereses, que es como “de otro planeta”, que nos es “de los nuestros”. Cuando hay que elegir –y siempre hay que hacerlo–, todos saben de qué lado deben estar.
Cuando el abusón se mete con el payaso, los alumnos tienen división de opiniones. Algunos piensan que el payaso “se lo merece” y otros que el abusón “se ha pasado tres pueblos”. Pero la cosa queda entre ellos, porque avisar al profesor, a cualquiera de los profesores, sería de chivatos y todo el mundo sabe que el chivato es un traidor. Las cosas de alumnos quedan entre alumnos y no se puede confiar en los profesores, que “sólo están para controlarnos”. En todo caso, ambos bandos, profesores y alumnos, tienen una especie de pacto de no agresión. Hay cosas que no se pueden tocar, hay límites, lugares y asuntos en los nadie del de otro bando puede entrar.
El profesor de esta clase, según los alumnos, es “un cabrón”, porque les exige mucho. El cabrón les ha puesto un examen. Avisó con tiempo, indicó con detalle qué entraría en el examen, explicó cómo iba a examinarles y porqué. Pero todos sabían que el examen sería duro, porque “el profesor es un cabrón y, sobre todo, ¡es profesor!, ¿qué esperabas?”.
Durante el examen, el abusón, que no ha tenido tiempo de estudiar y además ya sabía que el examen iba a ser muy difícil –“no es culpa mía”, pensaba– hace notar a calculín que, o le deja ver las respuestas, o lo va a pagar caro. Calculín escribe algunas notas en borrador y letra bien grande y las deja a la vida del abusón.
Al final del examen ocurre lo inesperado: el payaso va a la sala de profesores -un lugar prohibido para su clase- y cuenta al cabrón lo que ha pasado. Algo en su conciencia le parece injusto. En realidad, esto de copiar es “un poco turbio”, pero tampoco ve con claridad que copiar esté mal. Lo que está mal es que el abusón se aproveche de todos. Lo que sí sabe es que, según el profesor, copiar está mal.
El encuentro entre el profesor y el payaso no sale como esperaba el segundo. El profesor insiste: “Yo no les vi copiar, así que no puedo hacer nada. Lo que podías haber hecho es denunciarles públicamente, justo cuando estaban copiando, pero eso tampoco hubiera estado bien. Ellos son tus compañeros, está mal denunciar al compañero. Si lo haces, nadie va a confiar en ti nunca más”.
Tanto si denunciaba en el momento como si lo hacía públicamente después, el payaso se arriesgaba a ser marginado por los dos bandos, por traidor. Había aprendido la lección: en la vida hay bandos, cada bando soluciona los problemas por su cuenta y acudir a otro bando en busca de ayuda o en nombre de la Justicia es una cobardía y la más alta de las traiciones.
Esta es una historia sencilla, perfectamente posible en las escuelas españolas en los años 80. Hoy la historia sería más complicada, hablaríamos de bullying y de diversos bandos entre los propios alumnos: pandillas, tribus urbanas, etc.
Estas historias que ocurren en las aulas configuran en los alumnos –en el conjunto de la sociedad– una mentalidad dialéctica, que sintéticamente podemos definir así:
- En la vida existen bandos (castas, clases, tribus), cada uno con sus propios intereses.
- Más vale estar en un bando, o te quedarás solo.
- Todo lo que decide hacer tu bando para defenderse de otros bandos está bien.
- Cambiarse de bando o traicionar a un miembro de nuestro bando con ayuda de otro, es imperdonable.
- Los bandos establecen treguas entre ellos si se respetan ciertos límites.
- Cuando los límites se superan, es legítima una respuesta violenta, que puede crecer en diversos grados: verbal, marginación, vejaciones, violencia física, etc.
Esta mentalidad hace muy fácil que de mayores hablemos de los “políticos”, los “banqueros”, los “trabajadores”, las “clases” no sólo como roles, profesiones o descripciones sociales –cosa razonable y real–, sino como bandos. Esta mentalidad hace muy fácil que dentro de cada bando se den situaciones de corrupción e injusticia terribles, que tal vez indignen a muchos miembros de ese bando, pero que esos miembros no se atreven a denunciar –tal vez incluso consideren que denunciarlo sería una traición–. Esta mentalidad también hace muy fácil que los de un bando metan a todos los de otro bando en un mismo saco: “los políticos son todos unos corruptos”. Aunque, en rigor, quien eso afirma no haya tenido nunca jamás trato directo con un “político”.
¿Otra mentalidad es posible? Desde luego, no sin poner sobre la mesa algunas cuestiones:
- Que sólo hay dos bandos: el de la verdad, el bien, la justicia y el amor; y el del engaño, el mal, la injusticia y el odio.
- Que los dos bandos combaten en el corazón de hombre.
- Que todos los seres humanos, independientemente del rol, la profesión, la clase, etc., podemos pertenecer al primer bando.
- Que todos tenemos la misma dignidad y que nuestra grandeza humana no viene del rol que interpretamos, sino de pertenecer al primer bando.
- Que lo que es verdadero, bueno y justo no depende del grupo humano en el que estamos.
- Que “los intereses” de un grupo no son necesariamente lo mismo que “lo bueno” para ese grupo. Y que, por lo tanto, podemos renunciar a algunos “intereses” en beneficio de nuestro “bien”.
- Que el “bien común” es algo distinto que el “respeto de los intereses” de los grupos o que “la suma de intereses” de cada grupo. Al perseguir juntos el bien común, purificamos nuestros intereses egoístas y vamos descubriendo y alcanzando nuestro bien personal.
- Que las distintas personas y los distintos grupos sociales cumplimos nuestras respectivas vocaciones sirviéndonos los unos a los otros.
Podemos imaginar un aula distinta y tal vez incluso tengamos experiencia de ella. Un aula en la que el profesor y los alumnos tienen un nombre que les hace únicos. Un aula en la que tal vez algunos tienen motes que destacan las virtudes o valores que los otros le reconocen. Un aula en la que el profesor y los alumnos se preocupan los unos por los otros y mantienen un objetivo compartido: aprender, formarse, madurar, luchar por alistarse y permanecer en el bando de la verdad, el bien, la justicia y el amor. Un aula en la que hay situaciones difíciles, desagradables, injustas y conflictivas, pero que son detectadas de inmediato y son enfrentadas siempre y por la mayoría con criterios de verdad y justicia. Un aula en la que se corrigen los errores y se salva al que yerra, en el que los malos comportamientos tienen consecuencias, pero en el que se perdona a quien se arrepiente de sus errores. Un aula en la que se aplauden los éxitos de uno, porque son un éxito de todos. Un aula así, a grandes rasgos, es un aula donde reina una mentalidad dialógica.
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