viernes, 12 de septiembre de 2014

Rembrandt y la mujer adúltera

Detalle del lienzo Cristo y la mujer adúltera, Rembrandt, 1644. National  Gallery, Londres.
«Escoge una idea, un texto, algo que te llame la atención. Dale vueltas, investiga un poco, vuelve sobre lo que te ha llamado la atención o sobre eso que no entiendes. Llévate esa cuestión de copas: háblalo con tus amigos, pregúntales, descubre dónde está el corazón de esa idea y qué es lo que tú ves en ella y quieres compartir con los demás. Luego, trata de contarlo plásticamente. Dale forma sensible».

Así trato de retar a mis alumnos de Bellas Artes y Diseño en la Universidad Francisco de Vitoria. Creo que lo que diferencia al gran creativo del mero efectista o técnico es su capacidad para captar lo esencial de una realidad y plasmarlo como nadie lo había hecho nunca. Un gran ejemplo de esa genialidad nos lo ofrece Rembrandt.

Cristo y la mujer adúltera es una obra largamente meditada, terminada dos años después de la muerte de su hijo Saskia. No es que a Rembrandt le dieran ese motivo religioso y se pusiera a pintar, así, sin más, un pasaje archiconocido del Evangelio de Juan (Jn 8, 1-11). Esa escena se había representado ya muchas veces; casi siempre, con el nazareno agachado y escribiendo en el suelo, en el instante anterior -o posterior- a que pronunciara las archiconocidas palabras: «El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra».

Pero Rembrandt había meditado muchas veces ese evangelio y dibujó la escena en diversas ocasiones. En uno de aquellos bocetos puede leerse, anotado al dorso: «Estaban tan ansiosos de coger en falta a Jesús que estaban impacientes por oír su respuesta». De modo que el maestro holandés no dibujó al Mesías agachado, sino todavía en pie. Dibujó a los fariseos presentándole a la adúltera, pero con los ojos fijos en Él, buscando errores. Sin embargo, la sabia luz de Rembrandt nos invita a mirar especialmente a la adúltera, pues es en ella en quien se produce el milagro: en la arrepentida, la convertida, la que no pecará más, la que un instante antes estaba perdida y ahora se ha salvado. Seguramente resonaban en Rembrandt las tantas veces repetidas palabras del Buen Pastor: «Tu fe te ha salvado, vete y no peques más».

Rembrandt pensaba que el mayor milagro de Jesucristo no es la curación del paralítico, ni del leproso, ni siquiera la resurrección de Lázaro. Pensaba que el mayor milagro que Dios repetía en el siglo I, en el siglo de Rembrandt (el XVII) y en nuestro siglo es la conversión del corazón de los hombres. Un milagro que los fariseos no podían ver, porque miraban al sitio equivocado y con la actitud equivocada. Un milagro que nos enseña a redescubrir Rembrandt.

Podría hablarte de muchos otros cuadros de este genio. Prefiero dejar que le hablen otros. Por ejemplo, pregúntale a Henri J. M. Nouwen sobre El regreso del hijo pródigo. Encontrará la respuesta en su libro, titulado igual que el cuadro. A Nouwen, contemplar ese cuadro de Rembrandt le cambió la vida. ¿Sabrán plasmar una idea como Rembrandt, algún día, mis alumnos? ¿Sabremos mirar un cuadro como Nouwen, algún día, nosotros? Porque la mirada del artista y del contemplador inauguran mundos posibles donde la vida se ensancha.

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Este artículo de la serie tú también actualiza el publicado originalmente en LaSemana.es.

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