David Cameron frente al nº 10 de Downing street. Foto AP. |
Siempre es estimulante, cuando estamos ante un político consolidado, rescatar sus discursos antiguos, cuando era un político emergente. El placer de valorar ese contraste -pocos días después de que Cameron se haya enfrentado a la posible salida de Escocia del Reino Unido- te lo dejo por entero. Mi pretensión al recordar este discurso es retomar la reflexión sobre la neutralidad, clave de interpretación de nuestro tiempo, tema que no olvido aunque apenas publique sobre él. Transcribo ahora algunas de las palabras de Cameron y te dejo a ti valorar si no deberíamos escucharlas y aplicarnos el cuento en nuestro propio país y circunstancia.
«Nosotros, como sociedad, hemos sido demasiado sensibles. Para no herir los sentimientos de los ciudadanos, con objeto de evitar parecer excesivamente críticos, hemos dejado de decir lo que hay que decir. Llevamos décadas en las que se han ido paulatinamente erosionando la responsabilidad, las virtudes sociales, la autodisciplina, el respeto mutuo, las conquistas a largo plazo a cambio de la satisfacción inmediata. […] Por el contrario, preferimos la neutralidad moral, no entrar en juicios de valor acerca de lo que son comportamientos adecuados o equivocados. “Malo”, “bueno”, “correcto”, “impropio”... Son palabras que nuestro sistema político y nuestro sector público apenas se atreven a utilizar».
«De acuerdo, no soy ajeno al estupor que estas palabras producen en la boca de un político. Están en su derecho de preguntar: “¿Qué pasa con ustedes?” Miren, déjenme que les diga una cosa: somos humanos, cometemos errores y nos achantamos con frecuencia. Nuestras relaciones se rompen, se deshacen nuestros matrimonios. Fallamos como padres y como ciudadanos igual que todos ustedes», confesó. «Pero si el resultado de todo esto es un silencio cómplice acerca de las cosas que realmente importan, entonces estamos fallando por partida doble. Renunciar al uso de esas palabras –“malo”, “bueno”; “correcto”, “impropio”- implica una negación de la responsabilidad personal y una caída en el relativismo moral».
Entonces llegó al corazón de su discurso, en el que vibra toda una propuesta política: «Hablamos de personas que están en riesgo de obesidad en lugar decir por su nombre que comen demasiado y no hacen ejercicio. Decimos que tal o cual colectivo se aproxima al abismo de la pobreza o de la exclusión social, como si todos esos factores -obesidad, alcoholismo o drogadicción- fueran meros factores externos, como una plaga o el mal tiempo. Obviamente las circunstancias influyen. Tu lugar de nacimiento, tu vecindario, tu escuela, tu situación familiar. Pero los problemas sociales no dejan de ser consecuencia de decisiones humanas. […]
Corremos el riesgo de convertirnos en una sociedad amoral, donde ya nadie diga la verdad acerca de lo que está bien y lo que está mal, de lo que es correcto o resulta impropio. La consecuencia es terrible: la ausencia de límites hace que nuestros hijos piensen que pueden hacer lo que les parezca, ya que ningún adulto intervendrá para ponerles freno. Ni siquiera, a menudo, los propios padres. Y eso tiene que terminar».
Cerró el discurso subrayando el compromiso de los padres en la tarea de regenerar culturalmente Gran Bretaña, ya que «este cambio cultural tiene que comenzar en casa: los valores que hay que recuperar en esta sociedad rota y que nos van a permitir cimentar una sociedad más fuerte son valores que deben ser enseñados en casa, en la familia».
Cuando los políticos viven de la encuesta, el voto útil, el tópico social y el halago vano al electorado, entonces su arte se angosta, se hace miserable, indigno y superficial. Basta pensar en nuestros zapateros y rajoys. Cuando los políticos apuestan por la verdad y el bien, a pesar de todos los errores, consideran que sus electores sabrán estar a la altura, entonces aparecen discursos cómo este y la posibilidad de gobernar un país donde la vida se ensanche.
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Este artículo de la serie Tú también actualiza el aparecido por vez primera en LaSemana.es.
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