Fuente: Arqueo, nº 8. RBA Revistas, Barcelona, 2002. Visto en Sofiaoriginals. |
Cuenta San Agustín en sus Confesiones que de pequeño y adolescente aborrecía el saber, y que sólo le interesó la elocuencia «con el fin condenable y vasto de satisfacer la vanidad humana». No obstante, al leer sobre tales temas se encontró con el muy recomendable Hortensio, «de un cierto Cicerón».«“Semejante libro -escribe- cambió mis afectos y mudó hacia ti, Señor, mis súplicas […] De repente apareció a mis ojos vil toda esperanza vana, y con increíble ardor mi corazón suspiraba por la inmortalidad de la sabiduría, y comencé a levantarme para volver a ti».
Sin duda, el Hortensio fue decisivo para que San Agustín no fuera sólo un orgulloso orador, sino el padre intelectual de un modo de comprender el mundo que configuró Occidente durante casi mil años. Curiosamente, el libro del pagano resultó ser un hito fundamental para la conversión de Agustín al cristianismo. Nos gustaría saber qué encontró el de Hipona en esa obra y leerlo también nosotros, pero aquel opúsculo al que indirectamente tanto le debemos se ha perdido.
Dicen que Claudio, además de un audaz político que supo sobrevivir a numerosas intrigas hasta culminar su carrera como emperador de Roma, escribió un tratado sobre Cómo ganar a los dados. Esta obra también se perdió y si bien parece que su contenido no ha determinado la historia de Occidente, quizá nos daría una imagen del emperador más sugerente que el conocer sus decisiones políticas. ¿Sería un tratado sobre la matemática combinatoria de los dados o más bien sobre tretas, trampas o dados trucados? ¿Explicaría detalladamente la técnica para arrojarlos o más bien los rituales para conseguir el favor de los dioses?
Hay infinidad de obras perdidas, pero podemos mantener la esperanza, porque hay quien se consagra a rescatarlas. Apenas había cumplido los ocho años cuando Heinrich Schliemann anunció solemnemente a su familia que se proponía descubrir Troya y demostrar a todos los historiadores que lo negaban que esa ciudad existió realmente. Desde hacía más de mil años se daba por hecho que Homero se inventó todo lo referente a La Ilíada. Cuando los historiadores más escépticos empezaron a dudar incluso de la existencia del propio Homero, Schliemann -unos cuarenta años después de aquella promesa a su familia- encontró la mítica ciudad.
Algunos cuestionaron absurdamente –faltando al método histórico– la existencia de Sócrates y hasta de Jesucristo, a partir de cuyo nacimiento contamos los años. Ninguno de los dos escribió nada, pero ambos son fundamentales para comprender nuestro presente.
Son cuatro o cinco de entre las mil anécdotas que nos enseñan que por más que nos empeñemos en dejar un legado a la humanidad, hacer grandes cosas, dejar huella, o permanecer en la memoria de los hombres, nada de eso está en nuestras manos, y tal vez no lleguemos a construir sino obras perdidas. Tendríamos a Homero por mero cuentacuentos de no ser por Schliemann. La obra más fecunda de Cicerón no fue su escrito perdido, sino la lectura que de él hizo un joven de Hipona. De los secretos de Claudio para ganar con los dados -y quién sabe si en la política- no sabemos nada. A dos ágrafos con túnicas raídas que se rodearon de discípulos les debemos casi todo.
El único legado, lo más grande, la verdadera huella, la auténtica memoria que ha encadenado sus vidas a las nuestras, no han sido sus obras completas, sino el testimonio de aquello que amaron, cómo se lo contagiaron a otros y cómo ese contagio de amor ha llegado hasta nosotros. En esa cadena de amores uno descubre ese lugar donde la vida se ensancha.
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Este artículo de la serie Tú también fue publicado originalmente en LaSemana.es.
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