La enseñanza oficial y reglada ha de cumplir al menos dos funciones y resulta muy difícil combinarlas. Por un lado, pretende instruir, educar o formar –y la elección del verbo no es inocente, aunque ahora no entraremos en eso–. Por otro lado, debe certificar –como un sello ISO de calidad, al modo en que se certifica que un vino es de La Rioja o que la leche está pasteurizada– un estándar de calidad en el aprendizaje: «esta persona tiene una formación básica»; «esta persona tiene el nivel de un bachiller»; «esta persona puede operarte de apendicitis»; «esta persona sabe construir un puente sin que se caiga», etc.
En un estado de derecho garantista como el nuestro, esta segunda función de la educación, la que acredita o certifica un estándar formativo común para todas las escuelas y universidades que emiten títulos oficiales, es vital hasta el punto de que damos automáticamente por hecho –o así lo hacíamos todos hasta hace bien poco– que tener un título reconocido por el estado era señal inequívoca de competencia profesional.
Para garantizar ese mínimo equilibrado e idéntico de conocimientos y competencias profesionales resulta necesario estandarizar tanto los procesos formativos como los sistemas de evaluación. Es necesario verificar lo que sí o sí, independientemente de la personalidad del educando y de sus otros dones particulares, cualquier profesional sabe, y sabe hacer bien. Por desgracia, a veces atendemos sólo a esa dimensión formativa, y esa es una de las razones por las que Ken Robinson sostiene que la escuela atenta contra la creatividad.
Hecho este análisis, una de mis obsesiones desde hace varios años es desarrollar sistemas de evaluación que, por un lado, garanticen que el alumno ha adquirido las competencias esperables y que, por otro, permitan a cada alumno imprimir su sello personal y desarrollar su creatividad. Eso me obliga a definir con precisión los objetivos de aprendizaje del trabajo y a ejemplificar el tipo de resultados que espero constatar, pero también me obliga a expresar abiertamente el modo en que voy a valorar la creatividad. Para que mi pretensión sea creíble para el alumno, no sólo el contenido del sistema de evaluación ha de invitarle a ser creativo, sino que el mismo modo de presentar la evaluación ha de incitarle a responder, a un tiempo, con fiabilidad y creatividad.
Recuerdo ahora cuando Irene Vázquez y yo, mientras diseñamos la ficha de explicación de un proyecto para nuestros alumnos de Bellas Artes y Diseño, escribimos: «Se entregará en cualquier formato que quepa en el coche del profesor y que se pueda revisar más de una vez (ojo, que no sirve uno que se pueda derretir o deshacer)». Es sólo un detalle, pero esa redacción invita al alumno a explorar y jugar en un aspecto muy concreto del trabajo, a forzar su creatividad hasta encontrar algo original –aunque sea por amor propio– que, a un tiempo, esté alineado con los objetivos de aprendizaje también explicados en el mismo documento.
Aunque tiene sus riesgos –puede condicionar la creatividad y convertirla en simple imitación– es bueno mostrar a los alumnos ejemplos concretos de lo que esperamos de ellos en los trabajos que les pedimos. Para evitar el riesgo de la imitación, estos ejemplos han de ser varias y mostrarse como referentes -trabajos con los que medirse, a los que tener en cuenta-, y no como modelos –trabajos perfectos que todos los demás deben imitar–.
En esa búsqueda de trabajos que evidencien a un tiempo resultados previstos de aprendizaje y creatividad personal, mi antiguo alumno Diego Portillo Aceituno (autor del blog Sayonara Baby) me hizo llegar el vídeo que encabeza esta entrada. Es un trabajo de Manuel Pico, alumno de Interpretación Musical en la RESAD, quien presentó este trabajo sobre Victor Sjöström en la asignatura de Historia del Espectáculo. Son algo más de 10 minutos, pero debo insistir: merece la pena que lo veas y lo disfrutes.
Manuel Pico en acción. Imagen obtenida del vídeo que encabeza esta entrada. |
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