Páginas

miércoles, 1 de enero de 2014

El diálogo: la aventura por un «logos compartido»

Antiguas bicicletas, Art Postman.
Cuando alguien pronuncia la palabra "bicicleta", nuestra memoria
recupera un concepto o imagen mental asociado a nuestras
experiencias pretéritas con bicicletas reales o representadas por otros.
«Supongamos, por ejemplo, que tú y yo estamos caminando hacia la biblioteca y que, de repente, yo te señalo unas bicicletas apoyadas contra la pared del edificio. Muy probablemente, me dirás: “¿Qué pasa?” [...] Sin embargo, si algunos días antes te peleaste con tu novio de manera especialmente desagradable y los dos conocemos este hecho y, además, una de las bicicletas es la del susodicho –cosa que también reconocemos los dos-, entonces el mismo gesto de señalar, en la misma situación física, puede querer decir algo muy complejo como, por ejemplo, “tu ex novio está en la biblioteca (de modo que mejor no entremos)”. Por el contrario, si una de las bicicletas es la que te robaron no hace mucho y los dos conocemos este hecho, el mismo gesto de señalar tendrá un significado totalmente diferente. También podría suceder que nos hubiéramos preguntado el uno al otro si la biblioteca estaría abierta tan tarde, y entonces mi gesto de señalar la presencia de muchas bicicletas en el exterior indicaría que sí está abierta» (Michael Tomasello, Los orígenes de la comunicación humana, Katz Editores, Madrid, 2013, p. 14).

¿Cómo es posible que un mismo gesto, el de señalar una determinada realidad física, pueda significar cosas tan distintas y, sin embargo, la comunicación –salvo en el primer caso– resulte clara y efectiva? Algunos autores dirán que esto se debe al contexto físico. Y es verdad. Toda comunicación se da en un contexto concreto, y sin él, no comprendemos nada. Sin embargo, en estos ejemplos el contexto espacio-temporal es exactamente el mismo. Es otro tipo de contexto el que hemos sido capaces de poner en común para que ese gesto logre su sentido comunicativo. El contexto común que resultaba necesario es el de una experiencia previa que ya habíamos compartido -“la pelea con el novio” o “el robo”- y que habíamos interpretado más o menos de forma similar –“no te apetece en este momento ver a tu ex novio “ o “quieres recuperar tu bicicleta”-. Es decir, para que ese gesto mío de señalar la bicicleta adquiera pleno sentido, y yo debemos:
  1. Hacernos cargo de la realidad que estoy señalando,
  2. interpretar por qué eso que estoy señalando es significativo para nosotros y 
  3. comprender el gesto mío como el medio expresivo por el cuál te quiero compartir mi interpretación sobre esa realidad.
Los griegos tenían una expresión para referirse a estas tres cuestiones: logos. El logos remite, en su sentido más fuerte, al «orden y sentido de la realidad». En un segundo sentido, los griegos llamaron logos al «orden y sentido de nuestro pensamiento», en la media en que este es capaz de interpretar adecuadamente el logos de lo real. De ahí que hoy llamemos a algunas ciencias bio-logía, zoo-logía, teo-logía, etc. Por último, logos significaba también para los griegos «orden y sentido de nuestra expresión», y puede usarse como sinónimo de «palabra», «verbo» o «discurso».

Que los griegos contaran con una sola expresión para referirse a esos tres ámbitos no parece casualidad: ellos consideraban que los hombres nos lo jugamos todo en nuestra capacidad para armonizar esos tres órdenes: el de la realidad, el de nuestra comprensión de la misma y el de la expresión compartida de esa comprensión (Cf. Aristóteles, Política, II). A la falta de armonía entre el logos de lo real y el de nuestra interpretación lo llamamos habitualmente «error». Cuando falta armonía entre nuestra interpretación de la realidad y nuestra forma de expresar esa comprensión lo llamamos «mentira», si esa disarmonía es intencional, o «confusión», porque si no sabemos contarlo es que no lo tenemos tan claro.

Este viaje de lo real a la expresión y de la expresión a lo real, que siempre está mediado por el concepto o la imagen mental, es lo que los griegos llamaron diálogo, cuya traducción legítima no es «dos logos», sino «a través del (o por mediación del) logos». Esta aventura misteriosa llega a buen puerto cada vez que y yo hablamos de tal forma que alcanzamos una mejor comprensión sobre alguna realidad o sobre nosotros mismos. Estamos demasiado acostumbrados a realizar este milagro como para que su magia nos sobrecoja; por eso puede sernos útil recordar la historia de Helen Keller, quien adquirió el lenguaje a los siete años, lo que la hizo especialmente consciente de lo que significa penetrar (y ser penetrada por) el logos.

Cuando nos falta la armonía entre esos tres órdenes vivimos diversos fracasos comunicativos. Por ejemplo: cuando nos atamos más a las palabras que usamos que a la interpretación que damos de ellas –y un tercero tiene que venir a decirnos: “¡Pero si estáis diciendo lo mismo!”-; o cuando nos empeñamos en defender nuestra interpretación en lugar de dejarnos conducir mutuamente, unos y otros, hacia el descubrimiento de ese orden y sentido de lo real que enriquezca, confirme o modifique nuestras mutuas interpretaciones. Buena parte de los fracasos comunicativos vienen de no haber clarificado sobre cuál de estos tres órdenes estamos hablando: ¿se trata de comprender una realidad? ¿se trata de examinar cómo me siento? ¿se trata de buscar juntos la forma de expresar -de referirnos- a una cuestión determinada? Si dejamos eso claro -si explicamos en qué parte del viaje hacia el logos estamos en cada momento-, evitaremos muchos malentendidos.

Tomasello quiere describir con su ejemplo una situación de comunicación muy sencilla y cotidiana. Las interpretaciones que dan sentido a esa comunicación, sin embargo, nos ponen frente a cuestiones esenciales de nuestra vida: el amor y el desamor, en el caso del ex novio; o la injusticia y la restitución de la Justicia, en el caso del robo. Los seres humanos compartimos con los animales el vivir en un medio-ambiente (un contexto espacio-temporal), pero los seres humanos, además, habitamos un mundo lleno de justicias e injusticias, deseos y frustraciones, lastres y esperanzas de futuro. El diálogo nos permite habitar y compartir ese mundo, porque nos exige un logos compartido, un discurso común sobre nuestra comprensión de la realidad en la que convivimos. Mediante el diálogo ampliamos nuestra experiencia y comprensión del mundo, al tiempo que proyectamos nuestra vida en él. En definitiva, el drama de armonizar esos tres sentidos de logos que descubrimos en el diálogo es el de descubrir, discernir y obrar el sentido de nuestra existencia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario