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jueves, 26 de septiembre de 2013

Apología de la memoria: una cuestión de belleza, historia e identidad

 Museo Yad Vashem del Holocausto, Salón de la memoria.
Jerusalén, arquitecto Moshe Safdie, 1953.
«Yo les daré lugar en mi casa y dentro de mis muros [...]. Les daré un nombre permanente [un yad vashem], que nunca será olvidado» (Isaías 56,5).

Tendemos a pensar que la memoria es un mero almacén de datos. Se nos ha dicho que la educación del XIX, que prestigiaba la memoria, ahogaba el pensamiento y la creatividad. Se ha extendido la idea de que gracias a Internet y a los soportes de almacenamiento digital tenemos toda la memoria personal y colectiva a un solo clic. Quizá porque pensamos todas esas cosas damos poca importancia al trabajo con nuestra memoria. Sin embargo, descuidar la memoria afecta a nuestra supervivencia, al sentido que le damos a nuestra vida, al modo en que nos relacionamos con el mundo y a la comprensión de nuestra propia identidad. De ahí que quiera compartir contigo esta especie de apología de la memoria.

Conozco a personas que si perdieran la cartera y el móvil no sabrían a qué número de teléfono llamar para pedir ayuda. Conozco a otras que memorizan una sola clave, de forma que ponen en manos de quien la vea sus cuentas bancarias, su firma electrónica, su correo electrónico y el mundo entero al que cualquiera puede acceder desde su tableta o su smartphone.

Nuestra memoria, lo que conservamos en ella y las relaciones que establecemos entre esos recuerdos, es el lugar desde el que vivimos y desde el que nos proyectamos en cada momento de nuestra vida. Allí conservamos una imagen del mundo hermosa o fea, absurda o llena de sentido, misteriosa o aburrida. En la memoria organizamos la armonía del mundo y, por lo tanto, su belleza. En una memoria organizada descubrimos causas y consecuencias, analogías, metáforas, casos similares y antagónicos, relaciones internas, sentido. En una memoria mal organizada todo, ¡todo! -el mundo, nuestra vida y nuestras relaciones- parece casual, caótico, sin sentido.

La memoria compartida genera tradición, cultura, instituciones y relaciones estables y creativas con otras personas. Cuando es mala, débil o desorganizada, lo que genera es malo, débil y desorganizado. Para quien posee una memoria mal formada es imposible descubrir el sentido de la vida o de las cosas, porque el sentido exige vincular el antes, el después, el en medio, y las cosas que se relacionan con ellos, y para eso necesita recordarlos en el orden y la forma adecuadas.

Somos conscientes de nuestra propia identidad porque tenemos memoria. Quien padece amnesia no sabe quién es. Cuando queremos conocer a alguien le pedimos que nos cuente su historia. De dónde viene, a dónde va, por qué está hoy aquí. La comprensión que alcanzamos de nosotros mismos en cada episodio de nuestra vida depende de lo que conservamos y hacemos presente en nuestra memoria. Lo que recordamos, y también lo que olvidamos –aunque esto merece otro artículo-, nos dice a nosotros mismos quiénes somos, quiénes queremos ser, hacia dónde queremos dirigir nuestra vida y qué queremos evitar.

Es imposible crear nada estable en uno mismo sin memoria. La diferencia entre asimilar y almacenar experiencias es abismal. Quien sabe asimilar experiencias integra cada situación en su historia y su proyecto personal, mientras que el que acumula experiencias se torna inconstante, perdido y desorientado. El factor fundamental para crear en uno mismo de forma armónica y estable es el trabajo de asimilación que nos permite contar con una buena memoria, que es lo mismo que contar con una buena historia, con una identidad definida y con una imagen armónica e integrada de nuestra peculiar situación en el mundo.

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Este artículo, ahora revisado, pertenece a la serie #CrearEnUnoMismo y fue publicado originalmente en LaSemana.es.

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