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jueves, 1 de agosto de 2013

Cómo transformar la melancolía en una fuerza espiritual y creativa

Edward Hopper, Excursión a la filosofía, 1959.
La melancolía, como en su día dijimos de la rebeldía, es una de esas pasiones ambivalentes que la mentalidad moderna no ha sabido comprender bien, tratando de extirparla del alma como si fuera algo con lo que es mejor no contar. Pero ambas cuentan, y mucho, como fuerzas que pueden orientar nuestra vida no sólo hacia la frustración, sino también a la plenitud.

Quien padece melancolía –la expresión es a un tiempo justa y provocadora- sufre una tensión constante entre la realidad que vive y un anhelo de excelencia. Romano Guardini escribió en sus Apuntes para una autobiografía que la melancolía es el lastre que da a la embarcación su calado. Sin ella, es fácil instalarnos en la superficie de la existencia; es difícil vivir con hondura.

Cuando la melancolía nos gobierna, buscamos ensoñaciones que nos apartan de la realidad. Evocamos supuestos tiempos mejores o inventamos realidades paralelas o alternativas, donde el consumo de drogas puede jugar un papel importante. Tal vez escapemos de la melancolía acumulando posesiones o experiencias fuertes. Evitamos a quienes tratan de ponernos los pies en la tierra y terminamos aislados. Es fácil que la melancolía se asocie al consumo, a la droga, a la depresión. Todo esto es posible. Cuando la vida no responde a nuestras expectativas, es fácil el extrañamiento de nosotros mismos e, incluso, la autodestrucción. La consecuencia es el desamor, pero olvidamos que la causa suele ser un amor apasionado a la realidad que nos rodea y que no vemos correspondido.

Pero hay otro camino, en el que la melancolía nos proyecta hacia lo mejor de nosotros mismos. Este camino exige atender cuidadosamente al sentido de nuestra melancolía, sin dejarnos gobernar por ella. Desde ahí, descubrimos que la respuesta al espíritu melancólico no puede darse en el plano material, ni siquiera en el psicológico. Sólo puede encontrarse en el ámbito de lo espiritual: «La melancolía es la inquietud del hombre ante la vecindad de lo Eterno. Dicha y amenaza a la par». De nuevo, Romano Guardini.

Sólo desde la intimidad con la vida del espíritu (los valores, los ideales, la trascendencia, la vocación) puede el espíritu melancólico dar lo mejor de sí mismo. Sólo así logra vincular lo cotidiano y lo extraordinario, lo sencillo y lo hermoso, y su acción concreta con un eco de eternidad. Entonces el pasado se actualiza en poesía («cualquiera tiempo pasado fue mejor») y el mundo paralelo en propuesta de futuro (Nunca Jamás, Detrás del Espejo, La historia interminable, El Principito).

Cuando alcanza esta comprensión de sí mismo, el espíritu melancólico, sin abandonar su nueva soledad, ahora sonora, busca perfeccionarse sin cesar, recupera el amor por la acción bella y la obra bien hecha; conversa creativamente con los antiguos y actualiza la grandeza del hombre; aprende a ver lo que «es invisible a los ojos» y regala esa visión a los demás. Cuando el espíritu melancólico descubre que su sufrir tiene sentido, empieza a crear en sí mismo y regala su creación a los demás.

¿Qué anhelos descubres bajo el manto de tus melancolías?

[Este artículo, revisado y actualizado, fue publicado por vez primera en LaSemana.es]

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