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sábado, 27 de abril de 2013

El asombro y la formación integral

Ángel Barahona después de una predicación en el desierto, lugar de prueba, silencio y creatividad. Foto: Álvaro Abellán
Es un tópico afirmar que Aristóteles situaba el thaumázein (el asombro, la admiración, el maravillarse, lo milagroso…) como principio del filosofar. La confusión llega cuando tratamos de explicar qué significan, para Aristóteles, las palabras thaumázein y filosofía. Para el griego, a diferencia de lo que muchos de nosotros imaginamos, la filosofía no era un ejercicio de salón, ni de introspección solitaria, sino un diálogo amoroso que comprometía toda su existencia y a cuya luz orientaba su vida personal y su vocación pública.

Dicho de otra forma: cuando Aristóteles sitúa el asombro como principio del filosofar, lo que hace es reconocer una disposición originaria desde la que construir un proyecto personal cuyo fin último es nuestra realización integral como seres humanos. Quien no vive en el asombro, desde el asombro y para el asombro pierde su disposición originaria como ser humano y está en camino de deshumanización.

Cuando pensamos sin asombro, nuestras ideas se tornan falsas muecas de lo real. Cuando juzgamos sin asombro, nos creemos dioses. Cuando actuamos sin asombro, imponemos una voluntad de dominio que impide nuestro encuentro con el mundo y con los otros. En el menos malo de los casos, el hombre sin asombro es un muerto en vida, gobernado por un piloto automático que ya pensó y decidió por él y que dirige su acción sin el menor atisbo de duda, conmoción, agradecimiento o alegría. En el peor de los casos, el hombre sin asombro es, además de un muerto en vida, una vida asesina, en la que su falta de asombro y de sensibilidad daña a quienes lo rodean. G. K. Chesterton lo expresa con su habitual contundencia: “Perecemos por falta de asombro”.

El asombro no es una actitud meramente subjetiva o caprichosa. El asombro es nuestra disposición originaria en el sentido de que miramos naturalmente al mundo con asombro porque el mundo, y nuestra propia existencia en él, es un misterio para nosotros. Por eso suele decirse que debemos aprender a mirar como niños. Pero no se trata de lograr un retorno acrítico a la infancia. Al contrario: se trata de alcanzar una madurez consciente y serena acerca de nuestra disposición real en el mundo, cuestión que es, en sí misma, misteriosa.

Formarnos en el asombro significa combatir dos posturas intelectuales y morales que, aparentemente antagónicas, se tocan. Me refiero al fundamentalismo y al escepticismo. El fundamentalismo mata el asombro al pretender agotar la realidad con su flaca verdad torpemente formulada. La tentación es grande, porque necesitamos seguridades. El escepticismo mata el asombro al poner en pie de igualdad toda respuesta. Si todas las respuestas valen lo mismo, la mía vale tanto como cualquier otra y mi propio pensamiento me sirve como criterio último de todo. El escéptico, en última instancia, es un fundamentalista de sí mismo. Las virtudes que nos previenen del fundamentalismo y del escepticismo son la estudiosidad y la prudencia, que son alimentadas y fortalecidas desde el asombro.

Formarnos en el asombro significa también formar nuestra voluntad. Aceptar la vida como misterio y mantener viva la llama de nuestro asombro, nuestra admiración, nuestras congojas y temores, nuestra incertidumbre, nuestra emoción ante lo valioso… exige de nosotros fortaleza y valentía. La mayoría de nosotros no matamos el asombro por falta de inteligencia o de sensibilidad. Matamos el asombro porque vivir en el asombro es vivir en una tensión constante hacia lo real. Es permanecer abiertos, atentos, y, por lo tanto, en permanente autoexamen sobre nuestra relación con el mundo. Por eso, permanecer asombrados nos hace fuertes, perseverantes, atentos y autoexigentes, pero también flexibles, amables y diligentes.

Por último, formarnos en el asombro significa formar nuestra sensibilidad. Significa dejarnos afectar por el mundo. Desnudarnos. Abandonar corazas y derribar muros. Significa vivir heridos. Como el poeta. Como el místico. Heridos de un amor que duele tanto a veces que no parece amor aunque sepamos que lo es. Esa es, quizá, la dimensión más misteriosa del misterio.

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Este texto que comparto contigo contiene mis reflexiones personales después de un encuentro entre profesores de la Facultad de Comunicación de la Universidad Francisco de Vitoria. En esos encuentros quincenales, que celebramos desde hace varios años, unos 20 profesores junto con nuestros directores de carrera reflexionamos sobre la formación integral que queremos ofrecer a nuestros alumnos. Tenemos encuentros más teóricos y otros más metodológicos. En todos los casos, son una oportunidad para hacer colegio de maestros y para ofrecer una mejor formación a nuestros alumnos.

En esta ocasión nos convocaba el reflexionar juntos sobre la Introducción del libro La ruta del encuentro. Una propuesta de formación integral en la universidad, de nuestro colega José Ángel Agejas Esteban. Esa obra recoge la experiencia formativa de la Universidad Francisco de Vitoria en sus 20 años de existencia. El libro propone que sólo en y desde el asombro es posible una auténtica formación integral. Mis reflexiones han tratado de profundizar en qué significa asombrarse. El reto, en esta sociedad anestesiada por tantos estímulos externos, es cómo mantenernos unos y otros en esa disposición que nos abre al mundo para descubrir nuestra única y personal disposición en él.

2 comentarios:

  1. Me ha encantado ese post, Álvaro. Muy en la línea de un blog y de un libro sobre el asombro que quizás te pueden interesar. Un abrazo, Catherine
    http://apegoasombro.blogspot.com

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    1. ¡Gracias, Catherine! José Ángel y yo conocíamos tu libro y hemos hablado de él. Ahora también tu blog, al que ya me he suscrito. ;)

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