«Estaba al borde de la desesperación total, de la depresión profunda, me veía en un callejón sin salida. Entonces me pongo a buscar la frase más simple, la cosa más sencilla, porque es lo que me puede salvar. Siempre he sabido que sólo la sencillez salva. No existe nada más simple que un vaso de agua o un mendrugo de pan. ¡Y con eso se salvan vidas!» (Conversación con Marek Miller para su programa de televisión, citado por
Pascual Serrano en
Contra la neutralidad, Península, Barcelona, 2011).
Así contaba
Ryszard Kapuscinski cómo se enfrentó al síndrome de la página en blanco cuando trataba de escribir
El emperador, una novela periodística sobre el líder de Etiopía
Haile Selasie I. Nos revela, de esta forma, uno de sus principios literarios que, como en todo creador coherente, es también un principio de vida.
Muchos de sus reportajes destilan, quién sabe si consciente o inconscientemente, este principio: el ahogo entre las riquezas, lo barroco o la complejidad y el aire puro de lo simple, lo sencillo, lo esencial. La opresión del palacio y la liberación de la noche abierta entre las calles en un barrio humilde.
G. K. Chesterton predicó también un elogio de la sencillez en sus ensayos
Lo que está mal en el mundo. Relata, entre cómico y sorprendido, la dificultad en que nos vemos envueltos entre los objetos del mundo
moderno, en contraste con la sencillez de los objetos antiguos. Pone como ejemplos clásicos el fuego, el bastón, el cuchillo o la cuerda de pita. Como ejemplos modernos, el sacapuntas, la lámpara eléctrica o el calefactor. Y eso que, en su tiempo, no tuvo que lidiar con media docena de mandos a distancia para poder proyectar una película en el salón de su casa.