Fotograma de La Pasión de Cristo (The Passion of the Christ, Mel Gibson, 2004). |
Reconocemos en nosotros, hijos del último siglo, una nostalgia de auténtica vida comunitaria. Al repasar los diversos grados de comunidad que relata Emmanuel Mounier llegamos a la conclusión de que sólo lo que él llama «comunidad ideal» responde con integridad a nuestros anhelos. Allí sostiene Mounier que semejante comunidad «no es de este mundo» y, sin embargo, reconoce que tenemos experiencia de ella, que en algunos momentos nos es regalada esa vivencia en plenitud.
La comunidad ideal es algo que nunca podemos dar por descontado. Rara vez, y sólo de forma frágil y temporal, es un lugar de llegada y descanso. Por lo general, la auténtica vida comunitaria es una constelación de fuerzas vivas, una tensión constantemente renovada fruto de un amor bien orientado. El secreto de esa orientación es tratar a cada persona como a un prójimo. Así lo explica Mounier en “Revolución personalista y comunitaria”, compliado en El personalismo. Antología esencial. Sígueme, Salamanca, 2002.
El nosotros «no comienza a ser un nosotros comunitario hasta el día en que cada uno de sus miembros ha descubierto a cada uno de los otros como una persona y comienza a tratarlos como tal». La comunidad comienza «a partir del día en el que cada una de las personas particulares se ocupe primeramente en elevar a cada una de las demás por encima de sí hacia cada uno de los valores singulares de su vocación propia, y así se eleva con cada una de ellas» (88).
Esta tarea no se logra en bloque, sino persona a persona: «Sólo se forma de prójimo en prójimo, alrededor de cada persona como núcleo, débil y disminuido si uno solo deja de reflejar su esfuerzo sobre toda la comunidad. Un nosotros comunitario, un poco amplio, se forma de este modo de nosotros dos, de nosotros tres, etc., aumentados hasta el infinito […] siguiendo un principio de conjunto que fecunda cada unión […] En cada relación próxima, la universalidad de la comunidad es mucho mejor aprehendida que en las ideas generales que definen los conformismos abstractos. Es con mi amigo con el que me acerco al amor de los hombres. Si no, no comprendo la comunidad» (88).
«Yo descubro a un hombre cuando súbitamente se yergue como un tú. Tu quoque fili. Hombres desconocidos, extraños, llegan para un acto banal y súbitamente uno de ellos asume un rostro. Una comunidad perfectamente espiritual lanzaría este grito en cada encrucijada. La tercera persona sería eliminada. El vosotros, es decir, la comunidad pensada colectivamente, abstracción hecha de sí mismo, apenas sería pensable» (89).
«La relación del yo con el tú es el amor, por el cual mi persona se descentra de alguna manera y vive en la otra persona completamente poseyéndose y poseyendo su amor. El amor es la unidad de la comunidad como la vocación es la unidad de la persona. No se añade posteriormente como un lujo, sin él, la comunidad no existe. Sin él, las personas no consiguen llegar a ser ellas mismas. […]
Por otra parte, no hay que confundir el amor con sus deformaciones. El amor no es la consonancia, la complacencia o el acuerdo. Todos conocemos esos matrimonios armoniosos que se pudren en la mediocridad. […] El amigo no exige del amado que lo refleje o que lo consuele, o que lo distraiga, sino que sea él mismo incomparablemente y que suscite un amor incomparable» (90).
En síntesis: la auténtica vida comunitaria se da cuando cada persona reconoce al otro como un prójimo, cuando mutuamente conocemos la plenitud de nuestras respectivas vocaciones y nos consagramos al logro de la vocación del otro. No es amor concederle al otro sus caprichos, sino elevarle por encima de sus limitaciones hacia su plenitud. La auténtica comunidad no es la ausencia de tensiones y discrepancias, sino esa tensión con el otro que nos eleva a lo mejor de nosotros mismos.
En la próxima nota hablaremos de los cinco actos originales que nos permiten tratar al otro como prójimo y orientar nuestra comunidad hacia ese ideal que anhelamos.
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