San Jorge y el dragón, Rafael Sanzio, 1504-1506.
National Gallery or Art, Washington D.C. (EE UU).
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No sabemos acceder a lo invisible sin lo visible pero, a veces, lo visible nos obsesiona hasta cegarnos para lo invisible. Por eso mi maestro Alfonso López Quintás propone que ensayemos siempre una mirada bifronte, que atienda, a un tiempo, a lo visible y lo invisible. Por ejemplo: durante los pasados siglos, la educación se centró la noble tarea de lograr la alfabetización universal. Pronto nos hemos dado cuenta de que es necesaria una alfabetización de segundo grado, invisible: no basta saber leer, hay que comprender el sentido de lo que se lee. Por eso hay personas que leen mucho sin entender su mundo; mientras que otras entienden el mundo sin saber leer. Las primeras sólo ven lo visible; las segundas ven lo invisible del mundo, sin necesidad de haber leído.
Hay multitud de relatos de caballeros con hermosas princesas y terribles dragones y en todos se ve, más o menos, la misma historia exterior: un caballero –varón– noble y fuerte; una princesa –mujer– hermosa y en apuros; un dragón poderoso y malvado. El dragón amenaza a la princesa –que representa a todo un pueblo– y el caballero se enfrenta al dragón y lo vence. Hasta ahí, todo correcto. Pero si sólo vemos eso, seremos analfabetos de segundo grado.
Toda historia de princesas y dragones tiene también una trama invisible, que es la importante. A saber: el caballero –la persona humana, hombre o mujer– es ciertamente noble y de buena casta, pero el dragón está en su corazón: en forma de miedos, inseguridades, debilidades… y también de soberbia, egoísmo y necesidad de aplauso y reconocimiento. A veces, el dragón es tan poderoso que el caballero abandona sus armas y se disfraza de simple campesino, huyendo de sí mismo, de su propia vocación y destino. Otras veces, el caballero se afana en el poder y la gloria y olvida que ser caballero es servicio.
El caballero nunca puede salvarse a sí mismo del dragón que lleva dentro. Entonces aparece la princesa. La princesa –hombre o mujer que encarna un ideal– atrae al caballero. Lo saca de sí mismo, de sus miedos, inseguridades, debilidades y egoísmos. Lo que el caballero no haría por sí mismo, lo hará por la princesa. Su vida no le importa porque le importa la de ella. El caballero vence sus dragones gracias a fuerza e inspiración de la princesa. Dicho de otra forma y con toda claridad: es la princesa la que salva al caballero de sí mismo.
Rainer María Rilke lo sabía y lo escribió en una carta personal, aconsejando a un joven, diciéndole que no tuviera miedo de afrontar su vocación de poeta: «Tal vez los dragones no son sino princesas que esperan vernos, una sola vez, hermosos y valientes». Rilke animó al joven poeta a ver más allá del dragón, para vencer al dragón. Cuando el joven poeta descubrió a la princesa, pudo vencer sus demonios interiores.
No sabemos hoy mucho de aquel poeta al que escribió Rilke. Nos quedan las Cartas a un joven poeta que Rilke le escribió, que nos revelan a un autor tan sensible y hondo como en sus poemas, pero que habla en un idioma más comprensible para nosotros. Quizá, después de todo, aquel joven poeta que pedía ayuda a Rilke fue una princesa que rescató a Rilke de un universo demasiado complejo y le permitió compartirnos su intimidad en las cartas más deliciosas que nos ha dejado nunca un poeta.
Allí donde las princesas inspiran a los caballeros a vencer sus propios dragones se inauguran mundos fantásticos, creativos y hermosos, lugares donde lo visible revela lo invisible y donde podemos avistar ese lugar donde la vida se ensancha.
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Este artículo de la serie #TúTambién revisa el publicado originalmente en LaSemana.es.
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