Cuando la palabra condena al corrupto, sanea los corazones y salva la institución.
La primera catilinaria, Maccari, 1880.
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“¿Cómo voy a comprender a Francisco Granados?”, me preguntaba Mayra Ambrosio después de leer mis últimas Impresiones, donde llamaba a los periodistas a liderar la comprensión sobre el difícil momento que atraviesa la comunicación pública –la vida pública, que se expresa en esa comunicación– en nuestro país. Entre las diversas reacciones que recibió el artículo –de todo tipo– es la que más me ha ayudado hasta el momento para desarrollar mi idea, y no es casualidad que esa ayuda venga en forma de pregunta.
Los periodistas hemos sido formados para ofrecer respuestas rápidas, contundentes y cerradas. Eso provoca una disfunción grave, aunque la intención fuera sana. La sana intención es que el periodismo debe ofrecer claves de interpretación de la realidad, no oscurecer o complicar más las cosas. Y eso es verdad. La disfunción viene cuando para lograr claridad sacrificamos la complejidad de lo real. No podemos confundir la claridad con la simplificación, porque mucho más claros que la verdad son el error, la simpleza, la ideología y el prejuicio. Se nos enseñó que una noticia no debe dejar cabos sueltos, pero la complejidad de nuestro mundo hace imposible cumplir tal pretensión. Ningún periodista honesto puede hoy alcanzar por sí mismo y destilar en una sola información una visión cabal de casi ningún asunto público.
Cuando decía que el periodista debe liderar la comprensión no me refería a que él sea el encargado de alcanzarla para ofrecerla al mundo en un potito que conserva todos los nutrientes al tiempo que resulta fácilmente digerible. Liderar la comprensión significa convocar a los que saben, ponerlos en diálogo –corrigiendo demagogias y partidismos, orientando las intervenciones hacia la comprensión y la colaboración entre todos-, exigir la verificación de los datos, valorar la prudencia de las propuestas y luego, o al tiempo, compartir ese debate, sus conclusiones, y también los agujeros y cuestiones no resueltas, de forma amable y comprensible, con el conjunto de los ciudadanos. Quizá podamos llamar a eso potito, como hace mi colega Javier de la Rosa, si aceptamos que éste no será siempre fácilmente digerible, ni siempre contendrá todos los nutrientes necesarios. Ambas carencias no harán de menos al periodismo, pues ambas carencias no hacen de menos géneros narrativos tan valorados y consumidos como las tragedias y los mitos que nos regalaron los griegos y que sigue narrando el mejor –y más consumido– cine contemporáneo.
Quizá no resulte especialmente relevante comprender a Francisco Granados. Quizá basta con no convertirle en caricatura, infrahombre, pues en esa violencia verbal se gesta la violencia física, personal o revolucionaria, que es una corrupción mayor que la de llevarse los dineros. Aunque quizá comprender a Granados nos ayude a comprender lo que sí es inexcusable comprender en nuestro país: el fenómeno de la extensión de la corrupción en nuestras instituciones. Quizá aprendamos que la corrupción no afecta sólo a unos pocos –la casta–, sino que nos amenaza en el corazón a cada uno de nosotros. Quizá aprendamos que la batalla no es entre corruptos y no corruptos, sino de cada persona contra la tentación de la corrupción. Quizá aprendamos que la lucha contra la corrupción pasa por denunciar y repugnar los actos de corrupción y por endurecer algunas leyes pero, sobre todo, pasa por el ejercicio personal de la ejemplaridad pública.
Javier Gomá Lanzón lleva 11 años dedicado a estudiar la ejemplaridad pública como virtud vertebradora de la convivencia democrática. Recopila ahora sus esfuerzos en una Tetralogía que verá la luz el próximo 29 de octubre. Sabe bien que la victoria contra la corrupción pública se combate en la intimidad del corazón de cada persona. Nunca como hoy entendí el alcance del proyecto de Gomá, por más que mi colega Irene Vázquez me insistiera en la necesidad y urgencia de su propuesta.
Hacer un periodismo ejemplar, que ensanche el corazón del hombre invitándole a construir un mundo mejor. Esa es la mejor contribución que los periodistas podemos ofrecerle al mundo. Sueño con el día en que los periodistas dediquemos a comprender la corrupción al menos el mismo esfuerzo y tiempo que dedicamos a denunciar a los corruptos. Sueño con el día en que los periodistas convoquen a los que saben para ofrecer respuestas efectivas –más que que efectistas– para sanear nuestras grandes instituciones –la democracia, la política, la banca–, pero también las pequeñas –negocios, empresas, comunidades de vecinos, familias– y, por supuesto, para sanear la institución más importante y a la que cada vida está consagrada: el corazón de cada uno de nosotros.
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